Para Warren Winslow, muerto en alta mar
“…y les dijo Dios: Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sojuzgadla,
y señoread sobre los peces del mar, y sobre las aves de los cielos
y sobre todas las bestias que se mueven sobre la tierra.”
I.
Un brazo de agua baja y salobre en las afueras de Madaket…
El mar rompía aún con violencia y la noche
se había posado brumosa sobre nuestra flota del Atlántico Norte
cuando el marinero ahogado se aferró a la red barredera. La luz
destelló en su pelo revuelto y sus pies de mármol.
Forcejeó con la red
con los agarrotados y obstinados músculos de sus muslos:
el cadáver exangüe era un despojo de rojos y blancos,
sus abiertos e inmóviles ojos
eran pesados ojos de buey carentes de brillo
o ventanas de camarotes en el casco de un barco encallado
lleno de arena. Lastramos el cuerpo, cerramos
sus ojos y lo devolvimos al mar de donde venía,
ahí donde el escualo de cabeza afilada descorteza su nariz
contra el vacío y la frente de Ahab, y tachamos su nombre con tiza amarilla.
Marineros que en este portento surcan el mar
donde los acorazados habrán de confesar
su deidad condenada,
dado que no tienen el poder
de defender este atlántico bastión
del que sacude la tierra, verde, incansable y casto
con sus escamas de acero: no clamen por el laúd órfico
para que le devuelva la vida. Los cañones de la flota de acero
retroceden al disparar y luego repiten
el ronco saludo.
II.
Siempre que los vientos soplan y su aliento
tironea los navíos amarrados a este muelle,
los charranes y las gaviotas se estremecen ante tu muerte
en estas aguas nuestras. Marinero, ¿puedes escuchar
las alas marinas del Pequod batiendo hacia la tierra, cayendo
precipitadamente y rompiendo en nuestro muro atlántico
cerca de Sconset, donde los yates de carrera viran y salpican
la boya de campana con los foques hinchados,
mientras enrrollada y chirriante la vela mayor suelta
las poleas; en las afueras de Madaket, donde los inexpertos marineros
se estrellan contra el fuerte oleaje y arrojan calamares como cebo
para los peces azules? Las gaviotas guiñan sus pesados párpados
mirando el mar. Las alas del viento golpean las rocas,
primo, y claman por ti, y sus garras se abalanzan
sobre la garganta del mar y la retuercen en el fango nevado
de este viejo cementerio cuáquero donde los huesos
aúllan de tristeza en la dilatada noche herida por la bestia
que va y viene junto a los balleneros de Ahab en el Este.
III.
Todo cuanto arrebataste a Poseidón murió
contigo, primo mío, y el agua salobre que surcaste
es nada sobre la barba azul del dios,
extendida desde más allá de nosotros hasta los castillos de España,
el puerto que mira a Nantucket hacia el Oeste. Hacia Cape Cod
los cañones, acunados por las olas,
hacen estallar los sargazos, formando una clepsidra
hecha de estela y aguas del pantoque, enturbian la sal y la arena,
azotan el cadalso de la tierra, y sacuden
nuestros buques de guerra en manos
del gran Dios, donde el remordimiento del tiempo vuelve azul
lo que sea que estos marineros cuáqueros hayan perdido
en la furiosa revuelta de sus vidas. Murieron
cuando el tiempo tenía sus ojos abiertos,
era desgarbado y más infantil; solo los huesos permanecen
ahí, en la nada, donde sus barcos fueron arrojados
hacia las nubes, donde los marineros fabulaban acerca del
“¿qué es?”, el monstruo blanco.
Lo que esto les costó
es su secreto. En la aceitosa estela del cachalote
veo a los cuáqueros ahogarse, escucho sus gritos:
“Si Dios mismo no hubiera estado de nuestro lado,
si Dios mismo no hubiera estado de nuestro lado
cuando el Atlántico se alzó contra nosotros, ¡vaya!,
entonces nos habría tragado enseguida”.
IV.
Este es el fin de la ruta ballenera y de la ballena
que escupió los huesos de Nantucket contra el oleaje
y arremolinó las turbulentas aguas
mandando al Pequod directo al infierno:
este es el fin de todos ellos, en su mayoría locos,
tratando de aferrarse a pajas para navegar
cada vez más adentro en el mar, siguiendo a la ballena que escapa,
que escupe sangre y agua mientras gira,
mareada como un perro ante los cardúmenes atlánticos:
Clamavimus, oh, abismos. Que las gaviotas graznen
pidiendo agua, añorando las profundidades donde la marea alta
se queja por su esencia herida, se queja y se retira.
Las olas se revuelcan sobre su estela, cada vez más afuera,
dejando solo el estertor de los cangrejos.
La playa crece, su enorme hocico
succiona el flanco del océano.
Hasta aquí llegó el correr sobre las olas;
nos han vertido como agua. ¿Quién elevará
su danza al maestro de los leviatanes atado al mástil
desde este campo de cuáqueros, con sus tumbas sin lápida?
V.
Cuando las vísceras de la ballena se deshagan y el ovillo
de su corrupción infeste este mundo,
¿silbará tu espada, marinero, más allá del talado Nantucket,
y Wood’s Hole, y Martha’s Vineyard,
para luego caer y hundirse en la grasa?
En la inmensa fosa de cenizas del Valle de Josafat
los huesos claman por la sangre de la ballena blanca,
las grasosas aletas de su cola se arquean y le golpean los oídos,
la lanza letal penetra en el santuario y lo revuelve, la espadilla
color de acero se rompe, golpea como un mayal
y acuchilla el espiral de la vida: faena y arrastra
y desgarra haciendo pedazos el vientre del cachalote;
pedazos de grasa se desparraman por los aires,
marinero, y las gaviotas vuelan en círculos sobre los maderos rotos
cuando las estrellas matutinas cantan al unísono
y los truenos sacuden la estela blanca de las olas y despedazan
la bandera roja clavada en el palo mayor. Esconded
nuestro acero, Jonás, Mesías, en vuestro costado.
Nuestra Señora de Walsingham
Una vez ahí los penitentes se quitaron los zapatos
y recorrieron descalzos el tramo final,
donde los arbolitos, un arroyo y los setos enfilan
lentamente por el mugiente sendero inglés,
como vacas hacia el antiguo templo, hasta que pierdes
la noción del dolor que arrastras;
el arroyo fluye bajo el árbol de los druidas,
los remolinos de Siloé borbotean y alegran
el castillo de Dios. Marinero, te regocijaste
y silbaste a Sión junto a dicho arroyo. Pero mira:
Nuestra señora, demasiado pequeña para su baldaquino,
está situada al lado del altar. No hay belleza
ni encanto en ese inexpresivo
rostro de pesados párpados. Como antes,
este rostro, un recuerdo que vivió por siglos,
Non este species, neque decor,
inexpresivo, expresa a Dios: va
más allá de la amurallada Sión. Ella sabe lo que Dios sabe:
ni a la cruz del Calvario ni al pesebre en Belén,
ahora, el mundo tendrá que venir a Walsingham.
VII.
Los vanos vientos crujen y la encina
salpica y salpica el cenotafio,
las ramas tiemblan y un arpón
sube y baja en el inoportuno
romper de la grasienta ola sobre la baliza de un bajío
en las añejas fauces del Atlántico. Está bien:
Atlántico, estás podrido de azules marineros,
monstruos marinos, ángeles ascendentes, y peces sumergidos:
célibe y corroído, escaso de carnes,
alguna vez mercado de altaneros y alados clíperes,
Atlántico, aquí donde tu desagüe traga su presa
podrías cortar los vientos salobres con un cuchillo
aquí en Nantucket, y arrojarnos a la cara el momento
en que Dios formó al hombre del limo marino
y sopló en su rostro el aliento de vida,
y las olas de pulmones azules se abalanzaron dispuestas a matar.
El Señor sobrevive el arcoiris de su voluntad.
*
Notas a “El cementerio cuáquero en Nantucket”: Poema dedicado a Warren Winslow, primo de Robert Lowell, fallecido en el destructor Turner cuando este se hundió en la bahía de Nueva York a consecuencia de una explosión accidental, durante la Segunda Guerra Mundial; su cuerpo nunca fue encontrado. ¡La cita que sirve de epígrafe procede de Génesis 1:26; se da conforme a la versión Reina-Valera (1960). ¡Madaket es el nombre de un puerto de la costa oeste de la isla de Nantucket; cuando era niño, Lowell pasó dos veranos allí. ¡Ahab es el capitán del Pequod, el barco ballenero en el que transcurre la mayor parte de Moby Dick, la célebre novela de Herman Melville que actúa como correlato del poema. ¡El monasterio carmelita de Walsingham (estrofa VI), en Norfolk, Inglaterra, era un popular destino de peregrinaje dedicado a la Virgen María, en la época previa a la Reforma. Fue destruido en 1538. Según E.I Watkin, en su Catholic Art&Culture (1947): “El camino al templo es un apacible sendero campestre flanqueado por árboles, que a un costado tiene hileras de setos, y en el otro un arroyo que fluye bajo los árboles” (p. 177). ¡Non este species, neque decor: ‘No tiene ni forma ni belleza’.
Robert Lowell (Boston, 1917-Nueva York, 1977)
Versión de Sergio Coddou McManus
Fuente
/
The Quaker Graveyard in Nantucket
(FOR WARREN WINSLOW, DEAD AT SEA)
“Let man have dominion over the fishes of the sea
and the fowls of the air and the beasts of the whole earth,
and every creeping creature that moveth upon the earth”.
I.
A brackish reach of shoal off Madaket—
The sea was still breaking violently and night
had steamed into our North Atlantic Fleet,
when the drowned sailor clutched the drag-net. Light
flashed from his matted head and marble feet,
he grappled at the net
with the coiled, hurdling muscles of his thighs:
the corpse was bloodless, a botch of reds and whites,
its open, staring eyes
were lustreless dead-lights
or cabin-windows on a stranded hulk
heavy with sand. We weight the body, close
its eyes and heave it seaward whence it came,
where the heel-headed dogfish barks its nose
on Ahab’s void and forehead; and the name
is blocked in yellow chalk.
Sailors, who pitch this portent at the sea
where dreadnaughts shall confess
its hell-bent deity,
when you are powerless
to sand-bag this Atlantic bulwark, faced
by the earth-shaker, green, unwearied, chaste
in his steel scales: ask for no Orphean lute
to pluck life back. The guns of the steeled fleet
recoil and then repeat
the hoarse salute.
II
Whenever winds are moving and their breath
heaves at the roped-in bulwarks of this pier,
the terns and sea-gulls tremble at your death
in these home waters. Sailor, can you hear
the Pequod’s sea wings, beating landward, fall
headlong and break on our Atlantic wall
off ’Sconset, where the yawing S-boats splash
the bellbuoy, with ballooning spinnakers,
as the entangled, screeching mainsheet clears
the blocks: off Madaket, where lubbers lash
the heavy surf and throw their long lead squids
for blue-fish? Sea-gulls blink their heavy lids
Seaward. The winds’ wings beat upon the stones,
cousin, and scream for you and the claws rush
at the sea’s throat and wring it in the slush
of this old Quaker graveyard where the bones
cry out in the long night for the hurt beast
bobbing by Ahab’s whaleboats in the East.
III
All you recovered from Poseidon died
with you, my cousin, and the harrowed brine
is fruitless on the blue beard of the god,
stretching beyond us to the castles in Spain,
Nantucket’s westward haven. To Cape Cod
guns, cradled on the tide,
blast the eelgrass about a waterclock
of bilge and backwash, roil the salt and sand
lashing earth’s scaffold, rock
our warships in the hand
of the great God, where time’s contrition blues
whatever it was these Quaker sailors lost
in the mad scramble of their lives. They died
when time was open-eyed,
wooden and childish; only bones abide
there, in the nowhere, where their boats were tossed
sky-high, where mariners had fabled news
of IS, the whited monster. What it cost
them is their secret. In the sperm-whale’s slick
I see the Quakers drown and hear their cry:
“If God himself had not been on our side,
if God himself had not been on our side,
when the Atlantic rose against us, why,
then it had swallowed us up quick.”
IV
This is the end of the whaleroad and the whale
who spewed Nantucket bones on the thrashed swell
and stirred the troubled waters to whirlpools
to send the Pequod packing off to hell:
this is the end of them, three-quarters fools,
snatching at straws to sail
seaward and seaward on the turntail whale,
spouting out blood and water as it rolls,
sick as a dog to these Atlantic shoals:
Clamavimus, O depths. Let the sea-gulls wail
for water, for the deep where the high tide
mutters to its hurt self, mutters and ebbs.
waves wallow in their wash, go out and out,
leave only the death-rattle of the crabs,
the beach increasing, its enormous snout
sucking the ocean’s side.
This is the end of running on the waves;
we are poured out like water. Who will dance
the mast-lashed master of Leviathans
up from this field of Quakers in their unstoned graves?
V
When the whale’s viscera go and the roll
of its corruption overruns this world
beyond tree-swept Nantucket and Woods Hole
and Martha’s Vineyard, Sailor, will your sword
whistle and fall and sink into the fat?
In the great ash-pit of Jehoshaphat
the bones cry for the blood of the white whale,
the fat flukes arch and whack about its ears,
the death-lance churns into the sanctuary, tears
the gun-blue swingle, heaving like a flail,
and hacks the coiling life out: it works and drags
and rips the sperm-whale’s midriff into rags,
gobbets of blubber spill to wind and weather,
sailor, and gulls go round the stoven timbers
where the morning stars sing out together
and thunder shakes the white surf and dismembers
the red flag hammered in the mast-head. Hide,
our steel, Jonas Messias, in Thy side.
VI
OUR LADY OF WALSINGHAM
There once the penitents took off their shoes
and then walked barefoot the remaining mile;
and the small trees, a stream and hedgerows file
slowly along the munching English lane,
like cows to the old shrine, until you lose
track of your dragging pain.
The stream flows down under the druid tree,
Shiloah’s whirlpools gurgle and make glad
the castle of God. Sailor, you were glad
and whistled Sion by that stream. But see:
Our Lady, too small for her canopy,
sits near the altar. There’s no comeliness
at all or charm in that expressionless
face with its heavy eyelids. As before,
this face, for centuries a memory,
non est species, neque decor,
expressionless, expresses God: it goes
Past castled Sion. She knows what God knows,
Not Calvary’s Cross nor crib at Bethlehem
Now, and the world shall come to Walsingham.
VII
The empty winds are creaking and the oak
Splatters and splatters on the cenotaph,
The boughs are trembling and a gaff
Bobs on the untimely stroke
Of the greased wash exploding on a shoal-bell
In the old mouth of the Atlantic. It’s well;
Atlantic, you are fouled with the blue sailors,
Sea-monsters, upward angel, downward fish:
Unmarried and corroding, spare of flesh
Mart once of supercilious, wing’d clippers,
Atlantic, where your bell-trap guts its spoil
You could cut the brackish winds with a knife
Here in Nantucket, and cast up the time
When the Lord God formed man from the sea’s slime
And breathed into his face the breath of life,
And blue-lung’d combers lumbered to the kill.
The Lord survives the rainbow of His will.
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