El cielo es agua que está en tiempo pasado. Que en piedra fugaz a veces vuelve para ser nombrada. Pero aquí el oficio de ordenar el mundo con palabras, de dar vida a las cosas, muchas veces de espaldas al oído, es sólo a ciertos hombres que tienen una alianza con los dioses. Que recobran sus cuerpos en el mensaje que decreta el vértigo y los sueños. La tierra entonces, extraña, indestructible, comienza a hacer su forma en un reflejo. Comienza a ser sitiada.
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Me dijeron que nuestras costumbres eran aves vigilantes. Que apenas caminamos nos cuidan del error y la fatiga. Pero una incertidumbre invade nuestras casas desde que hicimos el Imperio con las quijadas mojadas de la piedra; con la quietud de los declives, donde un puñado de sueños, echado al medio día, ardía como el madero golpeado por el mar en su intrusión sagrada.
Y esta incertidumbre que ha tomado sitio. Que invade en silencio y a orillas de la fuerza. Que toma uno a uno a todos mis hermanos, es como el gesto aniquilado del rocío bajo nuestro viento. Es como un tajo invisible, moviéndose paciente bajo los amuletos de la guerra.
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Sé que mi cuerpo sólo sirve para la libertad de otros. Pero el acero blande fresco entre las flores que inauguran la muerte. Y los cantos (que antes recogían las hazañas) debajo del follaje, parecen extraviarse por momentos. Ya el Jefe está más pensativo entre nosotros, con el rostro sobre el fuego, sin mirarnos.
Cesa el viento; y nos agrupamos alrededor de la noche como si hubiéramos sufrido una derrota. Como si planeáramos el día.
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Por estos días, asombro y pesadilla son nuestros valores. Antes de asentarnos, volvíamos de cacería todavía fieros. Y nuestras mujeres lavaban nuestras pieles, aseaban nuestros miembros, con suma devoción; abriendo la hendidura del futuro para el placer mutuo y de la especie. Ahora murmuran y se ríen sobre lo que hacemos o no en secreto en nuestras casas. Y se llenan la boca de felicidad o de desdicha; al igual que la piel de adornos de metales que se doran tiernos.
Ya entre nosotros, una incertidumbre nos ha puesto a los unos contra otros. Y envidiamos a la mujer del hermano, por lo que dicen de ella, porque en el tiempo sobrante también hablamos. Y ahora son más peligrosas las palabras que ofenden, que seducen, que falsean al otro.
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Me es imposible ver a mi mujer con otros ojos que no sean los de la astucia y del abuso. Ahora que veo a diario cómo consiguen todas el fruto predilecto, la piedra extraña, me es imposible distinguir cuando no fingen.
Dormir con mi mujer, aunque me rodee con sus brazos en el más profundo de los sueños, me causa desconfianza.
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Ha habido aquí masacres por bienes, por mujeres. Y a pesar de que parecen aún obedecernos, son más sigilosas cuando están alegres, cuando quieren algo. Y cuando se descubren torpes en su anhelo, se dejan golpear por los hombres con la misma fuerza con que se apoderan de sus miembros.
Sospecho que, incluso detrás de los guerreros, son sus mujeres quienes trazan estrategias para la invasión de nuevas tierras. Para la expansión de nuestro Imperio.
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La mujer posee todos los atributos como el hombre; aunque la tierra, copiosa por el semen, es sólo patrimonio de la fuerza. Quizás me equivocaba izando crueldades donde sólo está la paz de no morirnos. He oído incluso (decir a los profetas) que la belleza es una bestia con la cual ya son inútiles las armas. Cuando avanzamos entre la maleza, o cuando esperamos en las construcciones que se elevan hoy al sol como un plato de carne.
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Ernesto Carrión (Guayaquil, 1977)
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