I
¿Dónde yace Surabaya? ¿Dónde está ubicado Prambanan? ¿Qué es Telega Mendjer y Kedjadjar? ¿Tokay? ¿Babu? ¿Assam? ¿Sitis? Discúlpame, ¿qué es wau-wau?
No sé dónde Surabaya yace ni donde se ubica Prambanan. No tengo idea qué es Telega Mendjer ni Kedjadjar, o qué es Tokay, Babu, Assam y Sitis. No sé qué es un wau-wau, pero me gustaría sentarme en la cubierta después de la cena como los holandeses cuando conversan entre sí.
Desde el comienzo del viaje, más allá de las desoladas costas de África, solo en raras ocasiones su conversación se refirió a Java, y cuando pasó, el tema fue rozado tan levemente como si fuera un ala. No fue hasta más tarde cuando la conversación, como la nave, giró hacia el este, y el idioma holandés, una lengua tan dura que se derramaba en el Rin verde, adquirió una belleza y melancolía gracias a la afluencia aromática de palabras malayas y javanesas.
Por la noche, en la triplicada oscuridad, con mis ojos cerrados y mis brazos cubriéndolos, escuché palabras que no entendía. Dejé que me estimularan por varias horas con su música, tan nostálgica:
BURUBUDUR
¿No es cada “U” un nicho para una estatua de Buda?
II
Seis de la mañana: océano a la vista, ¡el Océano Índico!
En el horizonte, aire y agua permeándose el uno al otro. El aire se volvía húmedo y salado, el agua respirable y traslúcida—dos espejos, admirándose a sí mismo en el otro. Mirar el mar es mirar el cielo y viceversa. Plancius navega con su mástil apuntando hacia abajo, separándose de las nubes blancas, desde las cuales los delfines fluyen en sus peregrinaciones hacia el cielo. ¡Mira, un albatros! Volando bajo el mar, su estómago vuelto hacia arriba. Amanece.
V
No estoy asustado del sol. Lo amo más que a cualquier cosa. El aterrador sol que gira los acantilados albaneses hasta las cenizas y el polvo. Mientras tanto un adormecido buitre entrevé, en el abrasador calor, por sus ojos furtivos, agitando su canosa y vieja cabeza. No tengo miedo de Argel, donde el sol purifica sus mezquitas, no las del mar rojo, donde el fogonero del barco, el que enloquece con el calor, repentinamente se apartó del cuarto de máquinas con una risa diabólica hasta arrojarse al mar como una carnada de tiburón.
Ni siquiera estoy asustado del sol en los trópicos, ciegamente confiados con sus cabezas descubiertas. Como los nativos, con gusto pongo mi cuerpo desnudo en sus manos y siento un placer sádicamente artificial, proveniente de las miles de agujas finas, de ese tatuaje, mi piel vibrante.
Mis ojos están cerrados y veo un enorme fuego. El brillo carmesí penetró mis párpados y las líneas del interior de mi cabeza estaban completamente en llamas. Su reflejo arrojado profundamente a mi pecho, iluminando mis pulmones y corazón, ese que latía ligeramente. Me veo a mi mismo viendo, respirando, mientras estoy inmóvil, tan inmóvil como un faraón siendo embalsamado.
Tal vez la gran ansiedad con que defiendo el último movimiento viene del miedo secreto que, habiendo perdido la concepción del tiempo, hace posible yacer aquí, miles de años y si quisiera mover mi dedo, encontraría que el horror de que no puedo.
Por un momento mi desazón se intensifica. Tengo un destello de anamnesis que me dice, una vez tuviste raíces hundidas en la tierra, las que ahora reconozco alrededor mío, dolorosas y pantanosas. De repente, veo claramente que nunca he sido otro que lo que soy ahora, es decir, una ramita de cola de caballo que cayó aquí millones de años atrás y ahora, está convirtiéndose en carbón.
Una vigorosa sacudida en mis hombros me saca de la tardía era paleozoica.
“¡Sumatra!”, anuncia el Sr. Sachse.
Mientras dormitaba en el sol, la tierra había salido a la superficie en el oeste, una banda larga y azul quebrando un mar algo más ligero. El Sr. Sachse me da su catalejo. ¡Qué tierra! ¡Qué tierra más familiar! Las vastas maceraciones extendiéndose desde el norte, cruzando todo el oeste hasta el sur. Veo palmas y helechos.
Mi dentadura rajándose, y me dije a mí mismo: “¡Sumatra! ¡Sumatra!”
Konstantin Biebl (Slavětín, 1898-Praga, 1951) Plancius. Praga: The Twisted Spoon Press, 2012.
Versiones de Nicolás López-Pérez, desde la traducción al inglés de Jed Slast.
Fuente
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1
Where does Surabaya lie? Where is Prambanan located? What is Telega Mendjer and Kedjadjar? Tokay? Babu? Assam? Siris? Excuse me, what is wau-wau?
I don’t know where Surabaya lies or where Prambanan is located. I have no idea what Telega Mendjer and Kedjadjar are, or what is tokay, babu, assam, and siris. I don’t know what a wau-wau is. But I like to sit on the deck after dinner as the Dutch converse with one another.
Since the beginning of the voyage, past the desolate shores of Africa, only on rare occasions did their conversation touch on Java, and when it did, the topic was so lightly grazed it was as if by a wing. It was not until later that the stream of their talk, like the ship, turned toward the East, and the Dutch language, such a hard tongue spilling into the green Rhine, took on a beauty and melancholy through the aromatic influx of Malay and Javanese words.
At night, with my eyes closed and with my arms covering them, in the trebled darkness I listened to words I didn’t understand, letting them stir me for whole hours with their music, so mournful:
BURUBUDUR
Isn’t each “U” a niche for a Buddha statue?
2
Six in the morning : the sea in view, the Indian Ocean!
Air and water permeate one another at the horizon; the air becomes damp and salty, the water breathable and translucent — two mirrors, each admiring itself in the other. To look at the sea is to look at heaven and vice-versa. Plancius sails with its mast pointed downward, parting the white clouds, from which dolphins stream on their peregrinations through the sky. Look, an albatross! Flying under the sea, stomach upturned. The sun rises.
5
I am not afraid of the sun; I love it more than anything else, this appalling sun that turns the Albanian cliffs to ashes and dust. Meanwhile a drowsing vulture squints its sly eyes in the scorching heat, nodding its hoary old head. I have no fear of Algiers, when the sun milk-glazes its mosques, nor of the Red Sea, when the ship’s stoker, whom the heat has driven mad, suddenly runs out of the engine room with a fiendish laugh to fling himself into the water as sharkbait.
I am not even afraid of the sun in the tropics, blindly trusting it with bared head. Like the natives, I gladly put my naked body in its hands, and then feel a mounting sadistic pleasure from the thousands of slender needles that tattoo my vibrating skin.
My eyes are closed, and I see an enormous fire. Its crimson glow has penetrated my lids and lines the interior of my head completely with flame, whose reflection is cast deep into my chest and illuminates my lungs and heart, beating lightly. I see myself living, breathing. Yet I am immobile, as immobile as a pharaoh being embalmed.
Perhaps the great anxiety with which I guard the least movement comes from the secret fear that, having lost the conception of time, I have possibly been lying here thousands of years, and if I would want to move my finger I’d find to my horror that I cannot.
For a moment my uneasiness intensifies. I have a flash of anamnesis that tells me I once had roots sunk into the earth, which I now recognize around me, dolorous and swampy.
All at once I clearly see that I have never been anything other than what I am now, namely,
a sprig of horsetail which dropped down here millions of years ago and is turning to coal.
A vigorous prod at my shoulders rouses me out of the late Paleozoic Era:
“Sumatra!” announces Mr. Sachse.
While I was dozing in the sun land had surfaced in the west, a long blue band hemming a somewhat lighter sea. Mr. Sachse hands me his spyglass. What a land! And what a familiar land! In the vast marshes stretching from the north across the whole west to the south I see palms and tree ferns.
My teeth chattering, I say to myself : “Sumatra! Sumatra!”
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