mediateca de poesía personal-universal del ayer y del mañana desde MMXVII/
jueves, 11 de enero de 2018
raymond carver / dos poemas
Limonada
*
Cuando vino a casa hace unos meses a medir
las paredes para construir libreros, Jim Sears no parecía ser un hombre
cuyo único hijo hubiera muerto en las crecientes del
Elwha. Era un hombre velludo, lleno de confianza, que tronaba
los nudillos con energía mientras hablábamos de repisas, ménsulas
y nos cerciorábamos de las manchas en el roble. Pero este es un pueblo pequeño,
es un mundo pequeño. Seis meses después, cuando los libreros
ya habían sido construidos, entregados e instalados, el padre
de Jim, de nombre Howard Sears, quien “suplía a su hijo”
vino a pintar nuestra casa. Me dice –cuando pregunto
movido por cierta cortesía provinciana, “¿Cómo está Jim?”–
que su nieto Jim Jr. había muerto en el río la primavera anterior.
Jim se siente culpable. “No se ha recuperado
todavía,” añade el Sr. Sears. “Y parece que está empezando
a perder la cordura,” continúa, mientras ajusta su gorra de pintor.
Jim tuvo que observar impotente cómo un helicóptero
apresaba el cuerpo de su hijo y lo sacaba del río
con unas tenazas. “Usaron un par de enormes tenazas de cocina,
¿puede imaginarlo? Sujetadas por un cable. Dios siempre
se lleva a los más dulces, ¿no es así?”, dice el Sr. Sears. “Sus
designios son inescrutables”. “¿Qué piensa usted de todo esto?”
quiero saber. “No quiero pensar nada,” dice. “No debemos cuestionar o
dudar de Sus criterios. No es algo que podamos entender.
Yo sólo sé que se lo ha llevado a casa, al más pequeño.”
Continúa diciéndome que la esposa de Jim lo llevó de viaje a trece
países de Europa con la esperanza de ayudarlo
a recuperarse. Pero no fue así. “La misión no se cumplió,” dice Howard.
Y Jim contrajo el mal de Parkinson. ¿Ahora qué sigue?
Está de vuelta pero aún se culpa a sí mismo
por haber mandado a Jim Jr., esa mañana, a buscar
una jarra de limonada al coche. ¡No necesitaban limonada ese día!
¡Dios!, ¡Dios!, ¿en qué estaba pensando?, ha dicho Jim
cientos, no, miles de veces a cualquiera que
aún lo escuche. ¡Si no hubiera hecho limonada
esa mañana! ¿En qué demonios estaba pensando?
Si no hubiera ido de compras la noche anterior,
y si aquel cesto de limones amarillos no hubiera estado junto
a las naranjas, manzanas, uvas y plátanos...
Eso era en realidad lo que Jim quería, naranjas
o manzanas, no limones o limonada, al diablo los limones, Jim odiaba
los limones –al menos ahora los odiaba– pero a Jim Jr. le gustaba la limonada,
siempre le había gustado. Él quería limonada.
“Veámoslo de esta forma”, diría Jim padre, “esos limones
vinieron de algún lugar, ¿no es así? Del Imperial Valley,
posiblemente, o de algún lugar cerca de Sacramento; ahí
cosechan limones, ¿verdad?”. ¡Esos limones fueron plantados y regados
y vigilados y luego puestos en costales, y fueron
pesados y después almacenados en cajas y enviados por tren o camión
a este maldito lugar en donde tuvo que morir el hijo
de un hombre! ¡Esas cajas fueron descargadas
por muchachos de la misma edad que Jim Jr.!
Los limones fueron desempacados y vertidos de sus
cajas –amarillos y oliendo a limón– por esos mismos muchachos, y fueron
rociados y lavados por un muchacho que aún vive, respira
y camina por la ciudad, que aún crece como un joven normal. Entonces alguien los cargó
hasta la tienda, y los colocó en una repisa bajo aquel atractivo letrero
que decía ¿Has Tomado Limonada Fresca Últimamente? Según Jim, esto se remontaba hasta las primeras causas, hasta
el primer limón cultivado en el planeta. Si no existieran los limones, y si no hubiera ningún supermercado, entonces Jim aún
tendría a su hijo, ¿no es así? Y Howard Sears aún conservaría a su
nieto, ¿verdad? Te das cuenta, mucha gente estuvo involucrada
en esta tragedia. Los granjeros, por ejemplo, y los recolectores de limones,
los conductores de los camiones, la cadena de supermercados… Jim padre, ciertamente;
él estaba dispuesto a asumir su responsabilidad.
Pues él fue el mayor culpable de todos. Por eso no se recupera, me dijo
Howard Sears. No obstante, tenía que librarse de eso de alguna forma,
y continuar. Aunque todos estuvieran devastados.
Hace algún tiempo la esposa de Jim lo inscribió a
una clase de labrado de madera. Ahora él se dedica a tallar osos
y focas, búhos, águilas, gaviotas, cualquier cosa, pero aún no puede
concentrarse en una sola criatura por el tiempo suficiente para finalizarla,
dice el Sr. Sears. El problema es que, continúa su padre,
cada vez que Jim levanta los ojos de su torno o desvía la mirada
de su cuchillo de labrado, ve a su hijo irrumpiendo de las aguas, río abajo,
alzado por un cable; luego girando y
girando en círculos hasta llegar aún más alto que los árboles; las tenazas
descollando bajo su espalda, y después el helicóptero girando y oscilando
río arriba, con el bramido y el bamboleo de las aspas.
Ahora Jim Jr. pasa por encima de quienes lo buscaban
alineados en la orilla del río. Sus brazos caen a los lados
y de su cuerpo escurren gotas de agua. Pasa por encima de todos una vez más,
aún más cerca, y regresa instantes después para ser depositado, para ser
gentilmente asentado a los pies de su padre. Su padre. Un hombre que,
después de haberlo visto todo –el cadáver de su hijo saliendo del río,
sujetado por pinzas de metal, luego girando y flotando en círculos,
por encima de los árboles– no desearía nada más que
simplemente morir. Pero la muerte es sólo para los más dulces. Y él recuerda
aún la dulzura, cuando la vida era dulce, y cuando dulcemente
disfrutaba de aquella otra vida.
~~~
La lapicera
*
La lapicera que no faltaba a la verdad,
por todas sus preocupaciones
terminó dentro del lavarropas.
Salió una hora más tarde y la tiraron
al secarropas junto con un par de ‘jeans’ viejos
y una camisa a cuadros.
Los días pasaron y ella permaneció
recostada tranquilamente sobre el escritorio
que estaba frente a la ventana.
Ella pensaba que estaba totalmente agotada.
Sin convicciones. Sin voluntad.
Una mañana, poco antes del amanecer,
recuperó antiguas fuerzas
y escribió:
‘‘Los campos húmedos duermen
bañados por la luz de la luna’’.
Después de este esfuerzo
se quedó muy quieta,
nuevamente vacía, su utilidad
terminada.
Él la sacudió,
la golpeó sobre la tapa del escritorio.
La dejó a un lado.
Abandonó las pretensiones de hacerla trabajar
o casi todas.
Sin embargo
ella realizó un nuevo esfuerzo,
apeló a sus últimas reservas.
Esto es lo que escribió:
‘‘Un viento suave, y más allá del ventanal
los árboles flotan en el dorado aire de la mañana’’.
Él trató de hacerla escribir algo más,
pero eso fue todo. La lapicera
dejó de escribir, definitivamente.
Él la puso con otras cosas inservibles
en el incinerador.
El tiempo transcurrió, días o meses,
y fue otra lapicera
una que todavía no había demostrado nada
la que con facilidad escribió:
‘‘La oscuridad se posa en las ramas.
Quedate muy quieto, no salgas de la casa,
quedate muy quieto...’’
***
Raymond Carver (Clatskanie, 1938-Port Angeles, 1988)
Versiones de Gerardo Alejos y Esteban Moore
/
Originales protegidos por una férrea barrera de derechos de autor.
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