La trayectoria es ligera y suave, forma una línea punteada a partir de la luz de un fósforo. Después se tensa un látigo incendiando los enlaces vitales. El intercambio clave para desvanecerse: reventar por la alta tensión en un espectáculo al aire libre, estallar en el punto más alto, sin riesgo, como las cabezas de los fuegos artificiales. Podría decir que la ausencia viene tras el giro incompleto de la muerte o en un zumbido descarnado a fin de extraviarnos entre todas las cosas. No logro comprender las terminales de este dispositivo que enceguece sin dejar cenizas o restos dactilares en las actas y los libros. En verdad no hay registro ni causa que explique la suerte de mi hermano. Ahora ni siquiera ha nacido y sus documentos fueron borrados por un éxtasis en las palabras.
Hay quienes afirman que la ausencia es un ciclo idílico a través de una elipse virginal: un océano con continentes de humo. Se sabe que las personas mantienen pausas y silencios irrealizables para nosotros; son alcanzadas súbitamente por un paréntesis interior donde lo vívido es un pensamiento nuevo que nunca pasa de largo. ¿Quiénes son ellos? 1) Las matrículas sin cifras de una ciudad, 2) Los ciudadanos vaporizados por hora, 3) Las hileras blancas en el pavimento hecho por los agentes. Sin embargo, sé que siguen allí, en un instante que no logramos hallar por la urgencia de los días. Señales existen, siempre en la misma dirección se pronuncian los testimonios. Escucha sus espaciosos lapsos. Nunca creí a tantos ausentes bajo mi marca.
Busco a uno de ellos, el más luminoso de mis hermanos. Su expediente fue leído entre líneas años atrás, ahora es una pila de hojas blancas que llevo a todas partes. Nadie recuerda su nombre. Pregunté a los amigos y familiares, pero sus rostros disfrazaban el pánico dentro de sus bocas. El silencio como una tapia de apellidos y sellos rojos; las mandíbulas que se trababan ante la luz. Nunca perdí la confianza, aunque la gente enmudecía cada vez que las banderas en mis ojos se doblaron por el sufrimiento, por una dictadura sorda y sus desaparecidos.
Allí en un ademán pude recabar información. Algunas cifras en peritajes y confesiones. Allí en el viraje de un gesto bajo las alturas de la bienaventuranza. El cielo brillando en medio del destino de estas entidades que fueron en algún momento hombres y mujeres. Allí entre los huecos de un monosílabo. Las voces proscritas vibrando en la punta de la lengua. Allí en el dique fracturado por el sobrepeso oficinista. Los expedientes flotando en un firmamento sin estrellas.
Testimonio del C.A.
Yo solía vivir en esta ciudad. Mi felicidad no era real ni ilusoria, simplemente posible o, mejor dicho, probable. Toda mi vida transité con luces intermitentes por estas calles, evadiendo las avenidas reversibles. A veces no lo lograba y, sin darme cuenta, ya conducía en sentido contrario. Siempre me consideré buen ciudadano: no tiraba basura en los parques públicos, acudía a las juntas vecinales y respetaba las luces del semáforo (no sólo como automovilista sino como peatón). Eso, en esta ciudad de condominios anestesiados, ya era bastante con la cantidad de fantasmas que acechan debajo de los puentes peatonales: seres que se frotan las manos por el deseo contenido y se lanzan ávidamente sobre los coches. En fin, era una tarde de cigarrillos o quizás un crepúsculo de colillas de cigarros, no lo recuerdo con claridad. Salí de la oficina descompuesto por el aire tóxico y apestoso de las calles del Centro, con el tufo de comida y mugre estancada. Noté que tres sujetos seguían mis pasos con discreción; medían distancias y trayectorias. Sin más, uno de ellos me alcanzó y me preguntó la hora. Yo contesté, con naturalidad y cortesía, que mi cálculo sería exorbitante porque iba en sentido contrario a causa de las manecillas del reloj y las avenidas reversibles. Al instante otra sombra, con voz chillante y telefónica, dijo que en ese momento se me iniciaba el procedimiento de ausencia. Ellos por razones de seguridad no se identificaron como servidores públicos y me hicieron creer su autoridad: advirtieron que sus facultades como agentes eran amplias y, acto siguiente, abrieron varios vértices tridimensionales con elipsis y pleonasmos. A partir de allí sentí una comezón intensa en el cuello que, en un primer momento, atribuí al nudo seco de la corbata. Grave error. En realidad se trataba de la primera letra que, para ese entonces, ya oscilaba en mi cavidad vertebrada. Entonces se me notificó el estatus de cuasi-existente. Los agentes continuaron silenciosos con la diligencia. A partir de allí tuve que moverme entre paréntesis e intervalos.
Manuel de J. Jiménez (Antiguo Distrito, 1986)
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