velé tu cuerpo por tanto tiempo que aún late en mí el polvo secreto ajeno de aquella noche, por doce horas resistimos a la idea de que tú no estarías más allí. Y ese polvo que se vuelve inacción me hace, de nuevo, llorar con toda la claridad que sólo la puerta de la separación exalta- las lágrimas caen como vitrales, como colmenas, como elefantes. Levanto los ojos hacia ti en la pared, sin que tu retrato exista de hecho lo que existe es la memoria de algo desvaneciéndose, que escurre hecho pigmento que rodea algún rostro que vive siempre en lo que nos ancla. ayer intenté tocar tu voz y fui más lejos, intenté tocar también la voz de mi abuela y de mi abuelo (que murieron mucho antes). no lo conseguí. de mi abuelo guardo, lo nasal de la lengua- silencioso, guardaba, en la serenidad, el denso y fuerte humo del cigarro de paja (difícil derramar cualquier palabra más allá de lo necesario– mi abuelo, un desierto). de mi abuela todas las carcajadas, el paseo entre las flores que ella, de sobra, cuidaba– casi tanto ella misma una rosa (era fácil–mi abuela, un jardín). Pensé en mi madre y en mi padre, que nunca oyeron de mi hermana la palabra madre o padre. Pensé en qué tan cruel fue no poder oír lo que esperaron por tanto tiempo e imagino como fue aún más difícil oírlo de mí, que, por ironía, guardé y dije sus primeras palabras. poco, muy poco me encontré en la voz que estampaba en el retrato, una vida entera y malograda, estoy perdiendo tu voz. la voz exacta, intacta. la voz que, momentos antes de tu muerte, ya parecía tan diferente de la que yo conocía, a veces, ella reaparece por una milésima de segundo en mi mente, para después ocultarse nuevamente. tengo una película, en la cual tu voz está allá– estalla, expresiva, melancólica, cansada de perseguir los mismos planos. estalla. Está allá, pero soy yo la que no consigo atravesar la finísima película de la voz que ya no existe. La dejo allá, perdida en las nubes de la computadora, en su finitud maquinal. la idea del olvido me aterroriza. delante de eso, intentamos protegernos de alguna forma en las reminiscencias, aunque el tacto esté a kilómetros del cuerpo, el hipocampo extiende sus largas notas que quedan planeando, registrando cada instante. el hipocampo y su orquesta afinadísima. Cada nota un recuerdo esbozando el espacio en una música antigua. estamos todos inexistiendo en esta fábula inquietante por el desierto. revivir trae de vuelta la inmutable condición de ser llaga, herida. necesito rememorar el segundo final en la tentativa de abrazar lo que está inmerso. dedico varias horas de los días al diálogo áfono con cada uno de mis muertos. fantasmas presos eternamente en el suelo de la memoria. si pudiera, engulliría la voz que entra por la puerta sin ningún contraste. el espacio y el tiempo presentes en el canto de la gaviota perdida. Para siempre. un río en sus ruinas, la gaviota– un ser pequeñito como su muerte dentro ¿soy yo, también, pequeña muriendo a cada paso? Percibo, ahora, que, durante aquellas doce horas en que observé tu última pesadilla, en aquel laberinto insuperable, donde, si observara bien, podría verlo corriendo, en busca de la salida más próxima, a través del oído de acero que escuchaba mi desesperación: no logro detener mis lágrimas del mismo modo en que tú lo haces. y tú ya oías al pájaro que nadie más oía. al pájaro indiferente a todos los otros– antípoda a los pájaros de mi infancia, que tú tan pacientemente esperabas los primeros sonidos deslizándose por tantas horas incomprendidas. ¿oímos tantas veces al mismo pájaro, no es así, papá? Y tuve que ser yo la que cerró la última puerta entre nosotros. parece atinado decir, en repetidas ocasiones, que hay en toda muerte un poco de nuestra propia muerte, una dualidad terrible. un espejo fantasmal. y real. la gente contempla, en la figura de otro (estática), el inicio de nuestro fin. hoy, pasados tantos años, de aquellas horas definitivas y por horas infinitas, en las que guardé de tu rostro las últimas hojas, reflexiono sobre el río que ahora nos distancia: somos mi padre y yo: un río inmenso, que nos atraviesa
Natália Agra (Maceió, 1987)
Versión de Indira Díaz Hernández
/
Fogo-fátuo
*
velei teu corpo por tanto tempo que ainda bate em mim o pó secreto alheio àquela noite. por doze horas resistimos à ideia de que você não mais estaria ali. e esse pó que se reverte em torpor me faz, de novo, chorar com toda a clareza que só a porta da separação nos inflama – as lágrimas descem como vitrais, como colmeias, como elefantes. ergo os olhos para você na parede, sem que teu retrato exista, de fato. o que existe é a memória de algo desbotando, que escorre feito pigmento que contorna algum rosto que mora sempre no que nos ancora. ontem tentava tocar tua voz e fui mais longe, tentei tocar também a voz de minha avó e de meu avô (que morreram tanto tempo antes). não consegui. de meu avô, guardo o fanho da língua – silencioso, guardava, no sereno, a densa e forte fumaça do cigarro de palha (difícil verter qualquer palavra para além do necessário – meu avô, um deserto). de minha avó, quase toda a gargalhada, o passeio pelas flores que ela, em sobejo, cuidava – quase tanto ela mesma uma rosa (era fácil – minha avó, um jardim). pensei em minha mãe e em meu pai, que nunca ouviram de minha irmã a palavra mãe ou pai. pensei o quão cruel foi não poder ouvir o que esperaram por muito tempo e imagino como foi ainda mais difícil ouvir de mim, que, por ironia, guardei e falei suas primeiras palavras. pouco, muito pouco esbarrei na voz que estampava no retrato, uma vida inteira malograda. estou perdendo tua voz. a voz exata, intacta. a voz que, momentos antes da tua morte, já parecia tão diferente da que eu conhecia. às vezes, ela reaparece por um milésimo de segundo em minha mente, para depois ocultar-se novamente. tenho um filme, no qual tua voz está lá – estala, expressiva, melancólica, cansada de perseguir os mesmos planos. estala. está lá, mas sou eu que não consigo atravessar a finíssima película da voz que já não existe. deixo-a por lá, perdida nas nuvens do computador, em sua finitude maquinal. a ideia do esquecimento apavora. diante disso, tentamos nos proteger de alguma forma nas reminiscências, mesmo que o toque esteja a quilômetros do corpo, o hipocampo espalha suas longas notas que ficam planando, registrando cada instante. o hipocampo e sua orquestra afinadíssima. cada nota uma lembrança esboçando o espaço numa música antiga. estamos todos inexistindo nesta fábula inquietante pelo deserto. reviver traz de volta a imutável condição de ser fonte e ser ferida. é preciso rememorar o segundo final na tentativa de abraçar o que está submerso. Dedico várias horas dos dias ao diálogo áfono com cada um dos meus mortos. fantasmas presos eternamente no assoalho da memória. se pudesse, engoliria a voz que entra pela porta sem nenhum contraste. o espaço e o tempo presentes no canto da gaivota perdida. para sempre. um rio em suas ruínas, a gaivota – um pequenino ser com a sua morte dentro. sou eu, também, pequena morrendo a cada passo? percebo, agora, que, durante aquelas doze horas em que observava teu último pesadelo, naquele labirinto insuperável, onde, se observasse bem, dava para vê-lo correndo, em busca da saída mais próxima, através do ouvido acerado que escutava de mim o desespero: não consigo segurar minhas lágrimas do mesmo jeito que você. e você já ouvia o pássaro que ninguém mais ouvia. o pássaro indiferente a todos os outros – antípoda aos pássaros da minha infância, que você tão pacientemente aguardava os primeiros sons deslizando por tantas horas incompreendidas. ouvimos tantas vezes o mesmo pássaro, não é, pai? e teve que ser eu a fechar a última porta entre nós. parece certo dizer, por repetidas vezes, que há em toda morte um pouco da nossa própria morte. um duplo terrível. um espelho fantasmal. e real. a gente contempla, na figura do outro (estática), o início do nosso fim. hoje, passados tantos anos, daquelas horas derradeiras e por horas infinitas, em que guardei do teu rosto as últimas folhas, reflito sobre o rio que agora nos distancia: somos meu pai e eu: um rio imenso, que nos atravessa
No hay comentarios.:
Publicar un comentario