*
Entonces apareció la voz.
Sé esto y aquello de ti, me dijo:
he visto lo que haces con tu cuerpo.
Al tocarte me llené
de tu temblor amargo, prosiguió,
oí tus pasos en el desagüe
y lograron turbarme tus especias oropeles.
A la postre, respirar o no respirar
no es lo mismo que estar solo
o no estar solo, agregó aún.
Tus dioses no existen.
*
Mis hijos entran por la ventana
pero supongamos que se me olvida morir
–morir es olvidarlo todo–
pero supongamos que mis hijos entran por la ventana
y llegan a mí sumando 33 años de locura,
es decir, supongamos
que mi primer llanto tiene 33 años
y mis dos únicos hijos
son mis hijos predilectos
aunque llamen “pasado”
al abrazo que acabo de darles...
*
Quien era joven antes que yo
que se levante
porque yo no soy Konstantinos Petrou
como pudiera suponerse.
Otro hablaría mejor por mí, si bien callando,
mientras la clarividencia no degenere
y el color en los ojos de mi camuflado:
el infeliz contribuyente que sacia su sed de infinito
entre las cuatro paredes de su dormitorio.
*
Yo viví una vez en una ventana.
Pisé, lamí, escuché al barro subir,
vi sus caricias, le arrebaté con generosidad
la criatura que surgió de él;
hice el amor hasta quedar sin piel, sin nadie.
Y, pelechado, soñé que tuve una pesadilla.
*
Soñé que mis hijos no existían. En el sueño
ellos eran una palabra más viejos que yo.
Armado a la sazón de heladas nubes
salí al aura del azar, cruzándome
en el camino con desertores
que se habían quedado pegados en el presente
por eso te encontramos, afirmaron.
Y yo les hablaba entonces del hombre de mi barrio
que compartía su vino con los cartoneros
y las putitas de poca monta,
tan parecido a ustedes, les recalqué
con el solo propósito de que entraran en confianza
y me cobijaran de buen temple, por cuanto
ya había reparado en el gollete de la garrafa
que asomaba por la mochila de uno de ellos.
Abstemio soy, pero no ejerzo, les dije.
(Y pude haber seguido hablando de mi vecino
cuando descubrí que no sabía nada de él
aun en ese sueño, cuyo silencio era tan real
que terminó por despertarme).
*
Las sombras no dejan ver la noche
y mis hijos no dejan ver el día
y yo bebo y fumo bajo el cielo, como el que más.
Y porque pienso mucho en las madres
he perdido lo mejor de mí.
*
El viento es para bailarlo, sentenciaron mis hijos
quitándome la máscara.
Llegarás tarde a la demolición de tu cuerpo,
me espetaron, aunque aprenderás, de seguro, a esperar
pero no te servirá de nada.
*
Hui de mi casa bajo la maldición de mis hijos
y fue mi primer almuerzo en soledad
–pequén achicharrado con nueces, remojado en pipeño, y naranjas–,
antes de comenzar a ser un ateo maravillado
durante una media-tarde entre dos julios
después de haber adquirido la fe que hoy somatizo
–fe, por ende, más en las preguntas que en las respuestas–
porque no me había percatado que era un hombre inútil
hasta que vi a un hombre inútil idéntico a mí,
de chiripa, en el Salón Poético (…) Aquél que
propugnaba sin recato
la inclusión de “versos bastardos” en el texto lírico (¿?)
ajenos al poema y cuya ausencia en él lo desarmarían,
tornándolo incomprensible
y que el lector de básica inteligencia debía, necesariamente
(el énfasis es mío) advertir, según su tajante y subversiva tesis.
…La cuestión es que me quedaba dormido
en los recitales de poesía
–cansado de esperar el vinito de honor–
y pensaba que cantar canciones muy antiguas
de pura rabia
era suficiente trabajo.
*
De mañana me levanto y pregunto:
¿No maté a nadie mientras dormía, no
besé a alguien alguna vez
o le dije palabras soeces o
lo invité al puente cimbra en primavera?
*
Dejé que se llevaran todo, mal que mal
los ladrones
eran mis hijos bienamados.
Y por un segundo tuve el convencimiento
de que miseria y desdén
era lo que faltaba en este mundo.
Me fui a vivir a un seto
–a un lugar por definición nebuloso de la región del Maule–
donde era posible sudar sin ser visto
pero en cierto sentido mis hijos me seguían
azotados por una vertiente vespertina
o acurrucados bajo las llamas de mi pesado fuego.
Y eran mis hijos bellos
desde lejos, más bellos
en tanto más se acercaban
hasta que ya
completamente a mi lado
desaparecieron
para siempre.
*
De cara a la cordillera me levanto.
Todos duermen, incluso los muertos.
Y yo pienso en el adobe y en mis axilas a las
que el amanecer pone melancólicas.
En el Guaiquillo
piso
el vello rápido del cielo,
la terquedad del agua y su pupila;
piso mi propia desnudez,
mi desazón descascarada.
He cumplido mi cuerpo –un cuerpo–:
el espacio que la soledad ocupa en las cosas
envejeciéndolas
si bien nadie dirá nunca de mí: MI PADRE
es ése que está pegado en las bardas
-sus piernas lo delatan-. Por él
se sabe que hay hombres y mujeres en el mundo.
Sus amigos le dicen: “Péinate
como los grandes eremitas”.
“Es la época” responde, comportándose
como alguien que tuviera derecho también
a ponerse de rodillas.
Américo Reyes Vera (Curicó, 1960)
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