lunes, 9 de abril de 2018

david meza / la teoría del relámpago quieto









El mismo poema, la misma serpiente en el agua, la misma serpiente entre las ruinas con sus largos colmillos eléctricos. La misma punzada, la misma mordida. Nacimiento, renacimiento. Millones de personas escribiendo el mismo texto, esa lista de sueños tan larga, tan larga, que para acabarla es necesario escribir sobre el mundo. De vida en vida, de era en era. Millones de poetas ante una mesa, para escribir una o dos líneas al gran libro. Venimos rescribiendo la angustia de la vida, la curiosidad de la existencia.

El poema, como un flujo, un torrente eléctrico en la espina. El acordeón del tiempo atravesado por una lanza. El mismo texto, más allá de los estilos, más allá de las cientos de manos que ahora cuelgan de un muro, más allá de las barreras del lenguaje y de las bombas del lenguaje. El mismo texto, el mismo empuje lírico, el mismo bosque donde florecen los árboles sustantivos, y las flores verbos que se vuelan.

Allá vienen, allá vienen los nuevos poetas. Traen consigo una pluma o un teclado con las letras bien clavadas a los dedos. Allá vienen, son hermosos. Escriben la tristeza a los chicos del viejo imperio romano, escriben a los niños que juntan las latas tras la última guerra. Piensan en el lenguaje como en un puente. Van más allá del tiempo, del espacio, de las posibilidades del tiempo y el espacio. Rompen las amarras de este mundo y flotan, flotan los planetas en un día cualquiera.

Y es que no son nuevos. Y es que son las encarnaciones de ese flujo, millones de ellos en millones de otros cuerpos. Con laureles en la frente, con chamarras negras, con la vista que ofrecen los balcones del planeta Marte. El mismo texto, el mismo relámpago quieto al que se le acercan un tumulto de niños a tocarlo. He ahí, he ahí al niño Luis Rosales que se le han llenado los ojos con las lágrimas de una tristeza que no es suya.

He ahí, he ahí a los poetas, que se han descubierto soñando el mundo. Allá corre Papasquiaro con una manzana de mármol, recién robada a Octavio (un árbol que ha crecido tan alto, tan alto). Catulo y Bukowsky se emborrachan con Frutsi. Los jóvenes escriben más allá del margen de sus países, más allá del margen del tiempo. Los jóvenes se salen de las líneas, rayonean el mundo. Se rayonean las manos y salen a bailar desnudos bajo la lluvia.

Todos escribimos el mismo poema. Algunos duermen en el bosque, hacen austeridades, rezan todo el tiempo y dicen “Soy el infinito”.  He ahí sus tres palabras que aportan al gran libro. Y el libro se sacude de la felicidad enorme que le producen. Allá van los niños nahuas con un himno al sol y otro al agua. He ahí sus textos como dos serpientes gemelas que se enredan bajo el mismo árbol. He ahí la flor que nace después de tantos milenios. Se dirán barrocos, se dirán neoclásicos, se dirán románticos.

Romperán las reglas de la generación pasada, como el arroyo que se lleva el trigo desprotegido. Pero es una rueda, pero es una rueda. Un molino, un girar de aspas y de sueños. Nada muere, el mismo poema escrito con otras letras. Allá va, allá. Alza la frente y ve cómo abre su corola de dardos. Es una flor impresionante la que está creciendo. No, no la detengan. Dejen que abra cada uno de sus pétalos como los mundos.

Es el mismo texto. Letras crucificadas en la hoja que renacen y limpian nuestros ojos. Manos en cuevas rupestres que limpian nuestras manos. Archivos en PDF que al abrirlos nacen como parvadas de pájaros que brotan de nuestros monitores. Archivos que vagan en el internet como barcas o botellas de vidrio en donde pusimos nuestros corazones. Archivos que de pronto despliega como pergamino un hombre a la mitad del desierto. Archivos que viajan en el tiempo y sugieren ideas extraordinarias a los niños locos de la época.

La misma noche, la misma noche desde hace varios años. Gritan los poetas de hoy en un gesto que bien pudo ser de hace varios años, siglos, milenios. Cada una de nuestras lágrimas se vuelve un correo electrónico que llega a cincuenta países donde cincuenta niños con cincuenta nubes en las bolsas se conmueven. Y valió la pena.

Aquellos otros poemas que se quedaron atorados a las libretas. No importa, no importa. Ellos serán los espacios entre las palabras, y las palabras invisibles que siempre hay en la hoja. Ellos serán los silencios en la garganta, la tristeza que de tan grande no pudo caber en ese poema histórico. Porque de cierta forma todos los poemas son históricos. Porque de cierta forma todos los poemas son más importantes que una guerra, o un descubrimiento científico, o una reforma política para las patrias. Todos los poemas son una revolución a micro escala, y que sin embargo causan más cambios que si ahora estallaran todas las bombas atómicas del mundo.

Todo poema es una revolución, un cambio a nivel genético. Los versos modifican las coyunturas de nuestros huesos, y nos hacen más altos, más veloces. Nos crecen manos, y dedos en esas manos. Las metáforas nos aumentan los órganos internos, las hipérboles nos modifican las orejas y entonces cuelgan y recogen más palabras de las que pensábamos existían. Todo poema es una bomba  que implota y te jala a la hoja. Acá vamos, nosotros, los poetas. Somos una caravana de deformes y cantamos la tristeza de ese rayo.

Vamos entre la maravilla y el horror de la existencia. Somos bellos, como bellos son los campesinos que aran el campo. Hacemos lo nuestro, hacemos lo nuestro. En las cuencas de los ojos nos han crecido dos esferas enormes como canicas. Luego decidimos salirnos de los bordes del planeta, rayoneamos el espacio. La galaxia quedó toda coloreada, toda llena de nuestros sueños.

Paz, armonía, vida. En el gran libro todo quedó registrado. Los caballos en los riscos de Saturno, todo quedó en esa hoja. El poema que hacemos todos, somos todos. Venga, dejemos salir más manos a ese toro. Que se enrosque el árbol en el cielo, que  las palabras se hagan música (si quieren). Que los niños escriban en sus casas, porque se dirán realistas, se dirán modernistas, se dirán vanguardistas (de mil formas se dirán vanguardistas). Y luego las –istas se caerán de los ojos, y de la hojas, y quedará  ese gran libro que seguimos escribiendo.

La corriente eléctrica nos posesiona. Aquella serpiente ya nos mordió el brazo y el tobillo. Y las ruinas flotaban a pesar de sus años y su peso. Nos posesionamos de esa corriente eléctrica, como se posesionan los carros que circundan el tiempo. La rabia nos hizo morder los muros, pero no fue una rabia nuestra, porque ninguna escritura fue nuestra, siempre escribimos con las palabras de los otros.

Y de los otros, y de los otros, nos hicimos nosotros. Y bailamos con Shakespeare en los anfiteatros ingleses, y él nos contó que su obra no era más que la reescritura del mundo. Todo en el mismo texto, todo en el mismo grito elemental. Y por ello, y por ello, he aquí los chicos que electrizaron a tantos poemas, a tantos deformes, a tantos genios metidos en los calabozos porque intentaron forrar sus poemas con trozos de su cuerpo.

Acá vienen. Acá vienen. ¿Puedes oírlos? La ética de la literatura, está en contemplar los planetas a lo lejos.

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David Meza (Ciudad de México, 1990) El sueño de Visnú. Madrid: El Gaviero, 2014.

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