martes, 1 de agosto de 2017

poemas liberados, 2

Eduardo Leiva Herrera
(Santiago de Chile, 1968)

Los libros de lectura qué conocí en mi colegio de básica –la Escuela N° 35 “Antonio Acevedo Hernández” de San Miguel– eran los textos de Julio Montes y Hugo Orlandi. Lo conocíamos como el “Montesiorlandi”, una palabra que para casi todos en la sala, significaba tedio, sin sentido, incluso angustia, en esa edad en que a casi todos les cuesta juntar las letras y leer medianamente fluido. Por suerte para mí, que como cualquiera no quería aburrirme, los Montesiorlandi no significaron nada de eso, y, muy por el contrario, fueron la llave para entrar a un más allá, dentro de mí, desde fuera de mí. Imborrable me resultan el recuerdo del placer que sentí al leer un fragmento de “Niño de lluvia” de Benjamín Subercaseaux y adentrarme en una de aquellas casonas de tres patios que heredó Santiago de su pasado hispano-mestizo y colonial. Estoy seguro que esa lectura despertó en mí el gusto por los barrios viejos, barrios que, por mucho tiempo, apenas intuía a partir del vago recuerdo que conservaba de la vez que me llevaron al hospital San Borja Arriarán -donde me operarían de las amígdalas- en el auto de un tío que nos llevó por una ruta adoquinada.

Razones tenía muchas para emocionarme con ese texto: la imagen del niño solitario, tímido, introspectivo, la presencia de la lluvia que relega a los niños enfermizos al abrigo de los interiores y la sobreprotección de los adultos. Ya esa sola lectura le bastó a mí ser en el mundo para sentirse agradecido. Pero el “Montesiorlandi” tenía otra revelación esperándome. Recién ahora que lo escribo, comprendo que el otro texto que nunca olvidé y que está entre los primeros que me emocionaron al punto de sentir que pasaron a ser parte de mí, fue justamente un poema que pareciera ser el reverso o un final posible para Daniel, el protagonista infantil de la novela de Subercaseaux. Es que ahí están otra vez la voz del solitario, del introspectivo, el enfermo y ahí está otra vez el manto mortecino de la lluvia sobre los hombros de la vida. Hablo de “Tarde en el Hospital” el conmovedor poema de Carlos Pezoa Véliz, quien nació un 21 de julio, es decir hace 138 años. 

Reconozco que es una hábil estrategia poner un texto propio junto al vídeo de una canción popular o a una fotografía atractiva. Me reconforta asumir que los “me gusta” que van para la imagen o la canción, son para lo que escribí y no me esfuerzo por aclarar el asunto. Claro que ahora no tengo canción. O en verdad sí, pero no está grabada. Me lo recordó hace un tiempo Nadia Prado. Yo no tenía idea de que se la hubiera mostrado a alguien alguna vez y ella lo recordaba perfectamente. Como sea, el poema es ese “Tarde en el Hospital”. Mientras, imagínela o cante estos versos como se le ocurra.

***

Tarde en el Hospital

Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve.

Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.

Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve.

Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.

***
Carlos Pezoa Véliz (Santiago de Chile, 1879-1908)

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Fotografía: facebook de Eduardo Leiva Herrera.

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