viernes, 4 de agosto de 2017

lou reed / el regalo










Waldo Jeffers había llegado al límite. Ya era mediados de agosto, lo cual quiere decir que había pasado más de dos meses separado de Marsha. Dos meses, y lo único que había conseguido eran dos cartas manoseadas y dos conferencias telefónicas que habían costado mucho dinero. Es cierto que cuando terminó la escuela y ella volvió a Wisconsin y él a Locust, ella había jurado mantener cierta fidelidad. Salía con chicos de vez en cuando, pero solamente para divertirse. Permanecería fiel. 

Pero últimamente Waldo había empezado a preocuparse. Tenía problemas para dormir por las noches y cuando lo conseguía tenía pesadillas horribles. Se pasaba la noche en blanco, agitándose y dando vueltas debajo de su colcha plisada, con los ojos inundados en lágrimas e imaginando a Marsha y sus promesas vencidas por el licor y los murmullos tentadores de algún Neanderthal, y cómo finalmente ella cedería ante las caricias del olvido sexual. Era más de lo que la mente humana puede resistir.

Le acosaban visiones de la infidelidad de Marsha. Fantasías diurnas de abandono sexual impregnaban sus pensamientos. Y el problema era que nadie iba a entender cómo era ella en realidad. Solamente él, Waldo, lo entendía. Él había captado de manera intuitiva todas las muecas y ranuras de la psique de ella. La había hecho sonreír: ella lo necesitaba y él no estaba (aaah....)

Tuvo la idea el jueves antes del día en que tenía que celebrarse el desfile de las Artes Tradicionales. Acababa de terminar de cortar y pulir los bordes del césped de los Edison por un dólar cincuenta y luego echó vistazo al buzón para ver si Marsha le había enviado aunque fuera unas palabras. Lo único que había era una circular de la Compañía Americana de Amalgamas de Acero preguntándole si necesitaba toldos. Al menos se habían molestado en escribirle. Era una compañía de Nueva York. El correo llega a todos lados.

Luego se le ocurrió. No le llegaba el dinero para ir a Wisconsin de la manera más convencional, es verdad, ¿pero por qué no se enviaba a sí mismo por correo? Era tan simple que resultaba absurdo. Se enviaría a sí mismo como paquete postal certificado. Al día siguiente Waldo fue al supermercado para comprar el equipo necesario. Compró cinta aislante, una grapadora y una caja de cartón de tamaño mediano, la apropiada para una persona de su tamaño. Estimó que apretándose un poco podría ir bastante cómodo. Unos cuantos agujeros para respirar, un poco de agua y a lo mejor un aperitivo para la medianoche y probablemente sería como viajar en clase turista. 

El viernes por la noche Waldo se puso en marcha. Iba cuidadosamente empaquetado y la oficina postal aceptó recogerlo a las tres en punto. Había marcado el paquete como "frágil" y allí sentado y encogido en el interior, apoyado en el acolchamiento de espuma que había tenido la sensatez de incluir, intentó imaginar la cara de sorpresa y felicidad que pondría Marsha cuando abriera la puerta, viera el paquete diera una propina al cartero y luego deshiciera el paquete para ver por fin a Waldo en persona. Le daría un beso y luego tal vez podrían ver una película. Ojalá todo esto se le hubiera ocurrido antes. De pronto unas manos cogieron el paquete con rudeza y se encontró con que lo estaban levantando en vilo. Aterrizó con un ruido sordo en un camión y partió.

Marsha Bronson acababa de peinarse. Había pasado un fin de semana muy duro. Tenía que acordarse de no beber tanto. Bill se lo había tomado bien, a pesar de todo. Después de romper le habría dicho que todavía la respetaba, y después de todo, no quería ir contra la naturaleza, y aunque no, era cierto que no la quería, sí que sentía afecto por ella. Y después de todo, eran adultos. Cuántas cosas podía enseñarle Bill a Waldo. Pero parecía que todo aquello había ocurrido muchos años atrás.

Sheila Klein, su mejor amiga, cruzó la puerta mosquitera del porche y entró en la cocina.
-Dios mío, hay una humedad tremenda ahí fuera.
-Te entiendo muy bien, me siento toda pringosa.
-Marsha se apretó el cinturón de su albornoz de algodón con rebordes de seda. Sheila pasó el dedo por encima de unos granos de sal que había sobre la mesa de la cocina, se lo chupó e hizo una mueca.
-Se supone que tengo que tomar unas píldoras de sal, pero... -arrugó la nariz-.... me dan ganas de vomitar.
-Marsha empezó a darse golpecitos debajo de la barbilla, un ejercicio que había visto en la televisión.

-Dios ni me lo menciones -se levantó de la mesa y fue al fregadero, allí cogió un frasco de vitaminas de color azul y rosa-. ¿Quieres una? Dicen que son mejores que un filete -luego intentó tocarse las rodillas-. No creo que vuelva a probar un daiquirí nunca más -abandonó el ejercicio y volvió a sentarse, esta vez junto a la mesita donde estaba el teléfono-. A lo mejor llama Bill -le dijo a Sheila, que la estaba mirando. Sheila se mordisqueó una cutícula.

-Después de anoche, pensaba que a lo mejor habías acabado con él.
-Te entiendo muy bien. ¡Dios mío, era como un pulpo, no paraba con las manos! -Hizo el gesto de levantar las manos para defenderse-. El problema es que al cabo de un rato una se cansa de pelear con él, ya sabes, y después de todo no hice nada de nada ni el viernes ni el sábado, así que en cierta manera se lo debía, ya me entiendes -empezó a rascarse.

Sheila soltó una risita y se tapó la boca con la mano:
-Te lo aseguro, yo me sentí igual y al cabo de un rato -se inclinó para susurrar- incluso tuve ganas. -Ahora se rió en voz alta.

Fue en este punto de la conversación cuando el señor Jameson de la Oficina de Correos de Clarence Darrow llamó al timbre de la enorme casa de madera estucada. Cuando Marsha Bronson abrió la puerta, la ayudó a meter dentro del paquete. Le hizo firmar las tiras de papel amarillo y verde y se manchó con una propina de quince centavos que Marsha sacó de la pequeña billetera de color beige que su madre tenía en el cuarto de estar.

-¿Qué crees que será? -preguntó Sheila
Marsha se quedó de pie con los brazos cruzados tas la espalda. Miró aquella caja de cartón marrón que ocupaba el centro de la sala:
-No lo sé.
Dentro del paquete, Waldo temblaba de excitación y escuchaba las voces amortiguadas. Sheila pasó la uña por la cinta aislante que recorría el centro de la caja de cartón.

-¿Por qué no miras el remitente y así verás de quién es?
Waldo sintió los latidos de su corazón. Notó la vibración de los pasos.Ya faltaba muy poco. 
Marsha fue al otro lado de la caja y leyó la etiqueta garabateada.
-Dios, si es de Waldo.
-Ese gilipollas -dijo Sheila.
Waldo temblaba de expectación.
-Bueno, ábrela de todos modos -dijo Sheila, y las dos intentaron levantar la tapa grapada.

-¡Oaah! -gimió Marsha. Debe de haberla clavado -tiraron otra vez de la tapa-. Dios mío, hace falta un taladro eléctrico para abrir esta cosa -tiraron de nuevo-. No se puede agarrar -las dos se pusieron de pie, jadeando.
-¿Por qué no traes unas tijeras? -dijo Sheila.
Marsha corrió a la cocina pero solamente encontró unas tijeras pequeñas de coser. Luego se acordó de que su padre guardaba una colección de herramientas en el sótano. Corrió escaleras abajo y cuando volvió a subir llevaba un cúter metálico enorme en la mano.
-Esto es lo mejor que he encontrado -le faltaba el resuello- Ten, hazlo tú, yo creo que me voy a morir -se desplomó en su enorme y mullido sofá y soltó un ruidoso soplido.
Sheila intentó hacer una incisión ente la cinta aislante y el extremo de la tapa de la caja, pero la hoja del cúter era demasiado grande y no tenía sitio.
-Me cago en ese chisme -dijo, sintiéndose exasperada. Luego sonrió-. tengo una idea.
-¿Qué? -dijo Marsha.
Mira y verás -dijo Sheila y se tocó la cabeza con el dedo.
Dentro del paquete, Waldo estaba tan paralizado por la excitación que apenas podía respirar. Le picaba toda la piel por el calor y notaba el pulso de la sangre en la garganta. Ya faltaba poco.
Sheila se puso de pie y caminó hasta el otro lado de la caja. Luego se puso de rodillas, cogió el cúter con las dos manos, cogió aire y hundió la hoja cuan larga era en mitad del paquete, atravesando la cinta aislante, atravesando el cartón, atravesando el acolchamiento y clavándola justo en medio de la cabeza de Waldo Jeffers, que se abrió en un poco y provocó que una serie de pequeños arcos de color rojo se formaran y latieran de forma rítmica bajo el sol matinal.

***
Lou Reed (Brooklyn, 1942-Southampton, 2013) Atraviesa el fuego. Barcelona: Monadori, 2000.
Versión de Javier Calvo Perales y Cruz Rodríguez Juiz

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The Gift

Waldo Jeffers had reached his limit. It was now Mid-August which meant he had been separated from Marsha for more than two months. Two months, and all he had to show was three dog-eared letters and two very expensive long-distance phone calls. True, when school had ended and she'd returned to Wisconsin, and he to Locust, Pennsylvania, she had sworn to maintain a certain fidelity. She would date occasionally, but merely as amusement. She would remain faithful.

But lately Waldo had begun to worry. He had trouble sleeping at night and when he did, he had horrible dreams. He lay awake at night, tossing and turning underneath his pleated quilt protector, tears welling in his eyes as he pictured Marsha, her sworn vows overcome by liquor and the smooth soothing of some neanderthal, finally submitting to the final caresses of sexual oblivion. It was more than the human mind could bear.

Visions of Marsha's faithlessness haunted him. Daytime fantasies of sexual abandon permeated his thoughts. And the thing was, they wouldn't understand how she really was. He, Waldo, alone understood this. He had intuitively grasped every nook and cranny of her psyche. He had made her smile. She needed him, and he wasn't there. (Awww...)

The idea came to him on the Thursday before the Mummers' Parade was scheduled to appear. He'd just finished mowing and edging the Edelsons lawn for a dollar fifty and had checked the mailbox to see if there was at least a word from Marsha. There was nothing but a circular from the Amalgamated Aluminum Company Of America inquiring into his awing needs. At least they cared enough to write.

It was a New York company. You could go anywhere in the mails. Then it struck him. He didn't have enough money to go to Wisconsin in the accepted fashion, true, but why not mail himself? It was absurdly simple. He would ship himself parcel post, special delivery. The next day Waldo went to the supermarket to purchase the necessary equipment. He bought masking tape, a staple gun and a medium sized cardboard box just right for a person of his build. He judged that with a minimum of jostling he could ride quite comfortably. A few airholes, some water, perhaps some midnight snacks, and it would probably be as good as going tourist!

By Friday afternoon, Waldo was set. He was thoroughly packed and the Post Office had agreed to pick him up at three o'clock. He'd marked the package "Fragile", and as he sat curled up inside, resting on the foam rubber cushioning he'd thoughtfully included, he tried to picture the look of awe and happiness on Marshas face as she opened her door, saw the package, tipped the deliverer, and then opened it to see her Waldo finally there in person. She would kiss him, and then maybe they could see a movie. If he'd only thought of this before. Suddenly rough hands gripped his package and he felt himself borne up. He landed with a thud in a truck and was off.

Marsha Bronson had just finished setting her hair. It had been a very rough weekend. She had to remember not to drink like that. Bill had been nice about it though. After it was over he'd said he still respected her and, after all, it was certainly the way of nature, and even though, no, he didn't love her, he did feel an affection for her. And after all, they were grown adults. Oh, what Bill could teach Waldo! But that seemed many years ago.

Sheila Klein, her very, very best friend, walked in through the porch screen door and into the kitchen. "Oh gawd, it's absolutely maudlin outside."
"Ach, I know what you mean, I feel all icky!"
Marsha tightened the belt on her cotton robe with the silk outer edge. Sheila ran her finger over some salt grains on the kitchen table, licked her finger and made a face
"I'm supposed to be taking these salt pills, but," she wrinkled her nose, "they make me feel like throwing up." Marsha started to pat herself under the chin, an exercise she'd seen on television
"God, don't even talk about that." She got up from the table and went to the sink where she picked up a bottle of pink and blue vitamins. "Want one? Supposed to be better than steak," and then attempted to touch her knees. "I don't think I'll ever touch a daiquiri again."

She gave up and sat down, this time nearer the small table that supported the telephone. "Maybe Bill'll call," she said to Sheila's glance. Sheila nibbled on a cuticle
"After last night, I thought maybe you'd be through with him."
"I know what you mean. My God, he was like an octopus. Hands all over the place." She gestured, raising her arms upwards in defense. "The thing is, after a while, you get tired of fighting with him, you know, and after all I didn't really do anything Friday and Saturday so I kind of owed it to him. You know what I mean." She started to scratch. Sheila was giggling with her hand over her mouth
"I'll tell you, I felt the same way, and even after a while," here she bent forward in a whisper, "I wanted to!" Now she was laughing very loudly It was at this point that Mr. Jameson of the Clarence Darrow Post Office rang the doorbell of the large stucco colored frame house. When Marsha Bronson opened the door, he helped her carry the package in. He had his yellow and his green slips of paper signed and left with a fifteen cent tip that Marsha had gotten out of her mother's small beige pocketbook in the den
"What do you think it is?" Sheila asked. Marsha stood with her arms folded behind her back. She stared at the brown cardboard carton that sat in the middle of the living room
"I dunno."

Inside the package, Waldo quivered with excitement as he listened to the muffled voices. Sheila ran her fingernail over the masking tape that ran down the center of the carton
"Why don't you look at the return address and see who it's from?" Waldo felt his heart beating. He could feel the vibrating footsteps. It would be soon.

Marsha walked around the carton and read the ink-scratched label. "Ah, god it's from Waldo!"
"That schmuck!" said Sheila. Waldo trembled with expectation. "Well, you might as well open it," said Sheila. Both of them tried to lift the staple flap
"Ah sst," said Marsha, groaning, "he must have nailed it shut." They tugged on the flap again. "My God, you need a power drill to get this thing open!" They pulled again. "You can't get a grip." They both stood still, breathing heavily.

"Why don't you get a scissor," said Sheila. Marsha ran into the kitchen, but all she could find was a little sewing scissor. Then she remembered that her father kept a collection of tools in the basement. She ran downstairs, and when she came back up, she had a large sheet metal cutter in her hand. "This is the best I could find." She was very out of breath. "Here, you do it. I-I'm gonna die." She sank into a large fluffy couch and exhaled noisily. Sheila tried to make a slit between the masking tape and the end of the cardboard flap, but the blade was too big and there wasn't enough room
"God damn this thing!" she said feeling very exasperated. Then smiling, "I got an idea."
"What?" said Marsha
"Just watch," said Sheila, touching her finger to her head.

Inside the package, Waldo was so transfixed with excitement that he could barely breathe. His skin felt prickly from the heat, and he could feel his heart beating in his throat. It would be soon. Sheila stood quite upright and walked around to the other side of the package. Then she sank down to her knees, grasped the cutter by both handles, took a deep breath, and plunged the long blade through the middle of the package, through the masking tape, through the cardboard, through the cushioning and (thud) right through the center of Waldo Jeffers head, which split slightly and caused little rhythmic arcs of red to pulsate gently in the morning sun.

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