viernes, 31 de julio de 2020

sergio alvarenga / selección




4

Solo con palabras se dice lo que se dice. No veo bien cómo morir si no fuera por ellas. Lo que se comunica realmente nunca se pronuncia: se gesticula o se sueña, pero nunca se dice. Las grandes verdades nacieron de guiños y roces; al adelantarse en la fila. Cosas que, por su nimiedad, nunca fueron tenidas en cuenta y, sin embargo, desataron feroces cataclismos en otras galaxias, agujeros
negros en el cosmos o epifanías melódicas en la electricidad neuronal de un arquitecto musical, designado por el azar para pasar a la fugaz historia. ¿Cuál es, entonces, el propósito de escribir, si en el fondo nadie comunica nada mediante la palabra? Sencillo: escribir no es un propósito en sí, sino una consecuencia. Un gesto equívoco (o acertado, no importa), en otro lugar del mundo, desencadena una sucesión de eventos que terminan incalculablemente provocando una especial mirada del mundo. Que esta mirada repercuta de manera ineluctable en otras realidades es, de por sí, algo imposible de determinar.

9

Me levanté. En contra de mi voluntad, pero eso fue lo que hice. No quería tener que salir de mis sueños. Abandonar ese gigantesco mangal, sin nadie alrededor más que nosotros. Una cerveza fría siempre al alcance de la mano. La sombra fresca, el pasto y el campo abierto. Me levanté. ¿Para qué me levanté? Para encontrar la lluvia en la ventana, el plato sin comida y la tele que no anda. Debí haber vuelto, de una vez por todas. Al plato suculento de tortillas con salsita del mercadito al amanecer y después agarrar el bondi; el vino por el camino, el no tener que hacer nada y no tener lugar específico donde hacerlo. La lluvia es floja y de un verde oscuro a motas blancas. Ceniza de crematorio que cae apesadumbrada. No debí haberme levantado.

17

Carta abierta a los dependientes del celular:
Es difícil explicar la situación. La cuestión es que respeto esa condición: en estos tiempos es necesario. De algún modo, pero bueno.
Quédense un instante a solas consigo mismos.
Ensimismados, como se dice. O sea, un rato solos y sin nada que hacer. Cuando nos miramos por dentro, lo primero que hacemos es mirar para otro lado. En su caso es el celular; en el mío, la escritura. No me quiero mirar y escribo. No se quieren mirar y miran su celular.

27

De vez en cuando todo se aclara. Algunas resacas vienen con sorpresas. Muy de vez en cuando el cielo se despeja, y la mano crispada se relaja y florece. No puedo decir que me haya tocado a menudo. Tampoco digo que nunca haya pasado. Digo, simplemente, que me está pasando ahora.
En medio de este caos, lo mejor de mí crece. Y en el medio de un suspiro somnoliento, en un bondi, con 40 grados de calor, sueño con playas y mujeres y conservadoras y hamacas. Sueño, sobre todo, con quietud y bienestar, con amor y boludeces. No sé. Algo solamente se acurrucó hoy dentro mío. Algo, muy en el fondo, me acaricia la frente, con un cubo de hielo, suavemente. Y en las grandes mareas que me trajeron hasta este mundo, he de irme de nuevo hacia la luna en el poniente, libre de mí, como siempre, y de todo, solo esperando a la próxima naciente.

32

La naturaleza del mundo me impide hacer cosas descomunales, pero mis sueños insisten en que eso es lo que quiero.

45

Hay que desenvainar la piel, sacarla de su crisálida. Hay que gritar por las calles, desde el vientre, a todo pulmón. Hay que vivir para contarlo, y si no se puede contar nada, no importa, hay pedazos de vida que no se van. Hay que besarse, acariciarse, amarse con las manos, con el cuerpo; hay que entrar en contacto con otra gente; hay que hablarles. Hay que querer a otros con candidez, con entrega, con la posibilidad tangible de la herida abierta, con el riesgo asomando su cabeza en el horizonte, como las tormentas de verano. Tiene que doler sentir, tiene que arder. Tiene que ser la puerta abierta al movimiento. Tiene que mover el suelo que pisamos, tiene que replantearnos todo. Si no, no tiene caso querer. Si lo que se siente nos anquilosa, nos convierte en polvo sobre los muebles, en la basura acumulándose en las márgenes de los ríos, entonces es repetición, y el amor nunca puede ser repetición. Hay que amar con la sensación de la vida floreciendo dulcemente, convirtiéndose en otra cosa. Hay que amar aceptando y abrazando nuestra condición de futura osamenta, de cosa material destinada a perecer, porque la ficción de la inmortalidad trae consigo la satisfacción falsa del deber cumplido, y me es tan claro que nunca, en este mundo, terminaremos por completo de trabajar. Ante la titánica concepción de la faena que espera, todo se desdibuja y pierde el sentido. Ante la dolorosísima certeza de lo imposible de terminar la misión, es difícil no frustrarse. Pero es eso mismo lo que alimenta el absurdo reinante: la falta de tripas suficientes como para encarar, y bancarse lo que esto implica, la alegre profesión de reír a carcajadas, de escucharle al cuerpo y de revolucionar los gestos. La noble vocación de amar la vida en todas sus formas, oscuras y brillantes, tormentosas y despejadas, para tirarse al final del día exhaustos, con la sensación de haber llegado a orgasmos
compartidos con todos los seres que habitan el todo, y que vibran con nosotros a niveles intangibles, imposibles de divisar para el que ya solo es polvo en los muebles y basura acumulándose en las riberas de los ríos.

51

Es hora de volver a casa. Larga travesía tenía reservada para mí la vida. Larga odisea. Amaneceres negros lejos de mis hermanos. Noches y más noches buscándome en las calles, en los bares, en los matorrales, en los moteles. Cada vez que creí encontrarme me perdí; cada vez que creí que moría de amor, de a de veras me moría un poquito. Es hora de volver a casa, hermano. Ya llegó otro amanecer. Tajos sobre la carne que sangra me advierten, me recuerdan, me previenen, para que no se me haga más tarde. Hay en mis ojos un eterno brillo, parecido a la redención, pero mis manos están rotas, cortadas, lastimadas. Y ya me es imposible acariciar un rostro, un cuerpo, sin que me duelan más allá de lo soportable. Volvamos a casa. Ahí encontraremos quien cuide de nuestras heridas y nos reprenda con cariño, como a niños que rompieron la ventana y se cortaron las manos. Solo que rompimos mucho más que una ventana. Y nos cortamos muy profundamente hasta llegar al alma. Las preguntas me abandonaron. Todas. Lo único que quedó flotando en el aire es la sensación de total tragedia, de total fatalidad; la certeza de la peor de las tristezas, del abatimiento más profundo. Vamos ya a casa. Ya estoy cansado y derrotado. Me siento viejo y decadente. No tengo fuerzas para cruzar el puente que lleva al siguiente amanecer. No hay ya nada que el sol pueda mostrarme que yo quiera ver. Entendeme, por favor, ya no quiero más. Ya fue suficiente.

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Sergio Alvarenga (Asunción, 1984)
Selección de Héctor Hernández Montecinos en América 2.0. Madrid: Liliputienses, 2018.

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