mediateca de poesía personal-universal del ayer y del mañana desde MMXVII/
sábado, 7 de marzo de 2020
kim addonizio / quantum
Sabes lo difícil que a veces es simplemente caminar por las calles hacia el centro, sabes cómo
todo entra en ti
sabes la forma en que los científicos lo describen: los fotones fluyen a través de los cuerpos,
rebotan por el aire—el bloque impenetrable de los edificios es
una ilusión—; a veces puedes sentir lo poroso que eres, cuán permeable y que eres un hombre
dando vuelta en círculos
encima de la vereda, cortando el espacio alrededor tuyo con una latita y diciendo Uhh! Uhhhh!
Uhh! una y otra vez
eres parte de esto, y eres el que está apoyado contra la ventana del emporio de maletas
con cadenas de oro, y el que se acerca a ti
desde su puerta, tratando de preguntar algo aparentemente simple como ¿Qué hora tienes? —
algo que sabes
pero que no puedes responder. Él es parte de esto, el cuerpo del mundo que también es tuyo
y que te mantiene insistiendo
que lo reconozcas. Y el problema es que lo haces, está sucediendo aquí mismo, entre las
multitudes y los olores exhaustos
pruebas cada trozo grasoso de papel, la flema escupida que pisas, tu lengua es tan gruesa
como el polvo
como si hubieras caído sobre tus manos y rodillas para lamer la calle chorreada de aceite,
tan agria como si hubieras estado bebiendo
el meado de los tipos que se pasaban esa botella en el parquecito, ese con sus bancas de
concreto y la fuente rota. Y no es mejor
cuando bajas al Metro y el lamento de cierta chica sobre su corazón, el tuyo
sobre el horrible chirrear de las cuerdas, te apura gracias al torniquete, buscando el dinero que
ha pasado
por cuántas manos a las tuyas, deshaciéndose de todo tu cambio con excepción de un cuarto
que estás segura que ella ve
por encima de tu mano cómo te metes en un auto y todas las puertas se cierran tras de ti.
Aunque todavía no se acaba.
Pues más tarde, cuando llegas a casa, mirando por tu ventana hacia el océano, hacia
la calma de la línea del horizonte
y la manzana en tu mano brilla en esa luz dorada que ocurre en la tarde, bañándote con algo que
estás segura que está cerca de la paz, recuerdas al niño que empacaba los abarrotes
en Safeway, en cómo su cara fue aplastada
en cierta forma eso me es familiar, el taco de un cromosoma fallido, y te recuerdas sus ojos
azules suprimidos
y sus manos, desconchándose, enrojecidas, que levantaron cada cosa y la acariciaron antes de
ponerla cuidadosamente
en tu bolsa, y la monótona canción que murmuró: papel o plástico, papel o plástico con esa boca floja
una lágrima de baba en la comisura. Y sabes que él también es parte de esto, levantando
la fruta a tus labios, ten ojo
en el cielo inmenso y carente, sabes que estás dentro de eso, te das cuenta que ahora mismo
te lo estás comiendo.
***
Kim Addonizio (Washington D.C., 1954)
Versión de Nicolás López-Pérez
/
Quantum
You know how hard it is sometimes just to walk on the streets downtown, how everything
enters you the way the scientists describe it—photons streaming through bodies, caroming off the air, the impenetrable brick
of buildings an illusion—sometimes you can feel how porous you are, how permeable,
and the man lurching in circles
on the sidewalk, cutting the space around him with a tin can and saying Uhh! Uhhhh!
Uhh! over and over
is part of it, and the one in gold chains leaning against the glass of the luggage store is,
and the one who steps toward you
from his doorway, meaning to ask something apparently simple, like What’s the time,
something you know
you can no longer answer; he’s part of it, the body of the world which is also yours
and which keeps insisting
you recognize it. And the trouble is, you do, but it’s happening here, among the crowds
and exhaust smells,
and you taste every greasy scrap of paper, the globbed spit you step over, your tongue
is as thick with dirt
as though you’ve fallen on your hands and knees to lick the oil-scummed street, as sour
as if you've been drinking
the piss of those men passing their bottle in the little park with its cement benches
and broken fountain. And it’s no better
when you descend the steps to the Metro and some girl’s wailing off-key about her heart—
your heart—
over the awful buzzing of the strings, and you hurry through the turnstile, fumbling out
the money that’s passed
from how many hands into yours, getting rid of all your change except one quarter
you’re sure she sees
lying blind in your pocket as you get into a car and the doors seal themselves behind you.
But still it isn’t over.
Because later, when you’re home, looking out your window at the ocean, at the calm
of the horizon line,
and the apple in your hand glows in that golden light that happens in the afternoon,
suffusing you with something
you’re sure is close to peace, you think of the boy bagging groceries at Safeway,
of how his face was flattened
in a way that was familiar—bootheel of a botched chromosome—and you remember
his canceled blue eyes,
and his hands, flaking, rash-reddened, that lifted each thing and caressed it before placing it carefully
in your sack, and the monotonous song he muttered, paper or plastic, paper or plastic,
his mouth slack,
a teardrop of drool at the corner; and you know he’s a part of it too, raising the fruit
to your lips you look out
at the immense and meaningless blue and know you’re inside it, you realize you’re eating him now.
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