martes, 2 de abril de 2024

darwin bedoya / de "cuaderno de ceniza"













—VOY A EMPEZAR UNA LEYENDA: EL PRIMER CABALLO SALIÓ DE LA BOCA DESDENTADA DE MI ABUELO. Era el turno de los relámpagos, el esplendor de las ánimas. Era el momento exacto en que la leña se acrecentaba haciendo chispas sobre esta costumbre de ceniza. Era mi primer sueño tocado por la lluvia y me vi enterrando toda mi edad bajo la sombra de las higueras.

—Entonces nadie sabía que ese caballo nuestro, antes de nacer, ya tenía nombre, tal vez por eso siempre estuvo desgastando por el mundo sus herraduras de rocío, quizá por eso todavía se le puede reconocer por el fulgor de su crin y sus patas de color blanco. El  nuestro no fue un caballo impuro ni ajeno, sigue siendo un caballo que goza con su sed y con la eternidad. Este caballo nuestro tiene la estirpe de la velocidad cuando reaparece espumoso desde la niebla. Nadie sabe que goza pisoteando la hierba que crecerá con la tierra de sus huesos. Nadie sabe que este caballo siempre estuvo llevando en sus lomos un ramo de flores con los nombres de sus muertos.

—Fue por aquellos tiempos: había algunos astros tullidos que quisieron enseñarme a morir en la más completa serenidad. Luego, casi antes de despertar, supe que en los ojos de los muertos también se incendiaban hierbas blancas como todas las cosas que arden en el universo. Voy a seguir con esta leyenda: en el comienzo yo aún practicaba el idioma de la lluvia; sin embargo, después de haber conocido el ritual de los pájaros, sólo después mi canto se dedicó a cubrir de flores los rostros de la ausencia.

—Ha empezado a caer ceniza de un sueño conocido. Todavía puedo escuchar el sonido de cucharas cayendo por todo el camino. Tengo la imagen de las polvorientas lluvias que me fueron dando la herencia de las aguas que nunca tuvimos. Por eso, como si no importara el tiempo, todavía puedo ver a mis hermanos entonando oraciones sobre los sauces de Río Piedras. Son siete las tinieblas que llevan mi sangre, sentadas sobre un tronco de guarango mueven sahumerios de huesos polvorientos.

—NADIE SABE QUE YA SE HA IDO EL PÁJARO ABSURDO QUE ANIDABA EN NUESTROS OJOS. Nadie lo ha visto posarse en los guarangos del espanto entonando la música oscura de las constelaciones. Nadie lo ha visto perderse —en la medianoche— dentro de las altas estrellas. Nadie pudo presentir su sombra rociada sobre la hierba de la noche. Ahora vuelan tinieblas de humo. Lejos, muy lejos, aún tiene esplendor la lluvia que siempre estuvo escardando las malas hierbas, el alba, las flores, la ceniza y el sol.

—Voy a hablar de los ojos que supieron moler nuestras distancias. Voy a hablar de las aves de escarcha que se hicieron ceniza. Voy a recordar aquel nombre que se dedicaba a soportar el cielo. Quiero recordar esa sombra que en las noches cuidaba nuestro estanque de agua. Quiero mencionar el brillo de la sangre de aquel que se iba caminando por sobre los yaros del cerco espinado de nuestra casa.

—MIENTRAS HABLO, TAL VEZ LA VIDA SEA UN CORAZÓN OSCURO PUDRIÉNDOSE EN EL MISMO ESTANQUE, PERO ESTA VEZ SIN AGUA. Mientras hablo, sé que hay alguien adivinando la oscura transparencia de mis párpados y aquel sueño que tenía que ocurrir tarde o temprano: mucho tiempo después, entre los cuidadores de la niebla y los puñados de candela, podremos contemplar al único perro que vivió casi mil años en este reino; entre aullidos, se dedicará a desenterrar su último hueso para enterrarse en su lugar.

—PUEDO HABLAR DE LAS LECCIONES QUE ME ENSEÑARON A SENTIR MIEDO DE LA LEJANÍA. ALLÍ APRENDÍ A DERRAMAR HUESOS POR LOS CAMINOS. Me acostumbré a contemplar mis velatorios durante una semana entera. Esos días fueron los que nunca había pensado. Mis hijos —los tres niños— estaban sentados a mi lado. El que siempre se sonreía, intermedio entre sus dos hermanos, lloraba sin control y quería tomar mis manos entre las suyas. El mayor me hablaba muy despacio y les demostraba a sus hermanos la certeza de que para la noche nos volveríamos a encontrar. El menor de todos, como si no supiera nada, se acercaba hasta mis huesos para darme un beso en la frente y hacerme sentir la muerte en la claridad de sus ojos. Yo mismo les había dicho que llevaría conmigo, a la batalla, mi sangre enarbolada. Pero ya lo pueden ver todos, los niños no quieren estar sin mí. Nuestra casa se ha vuelto tan interminable que incluso el sol no tiene el poder suficiente para llenarla de luz. Dentro de estas paredes de adobe hay una banca, el único sitio para sentarse en el inmenso espacio infinito que no puede ser llenado por ninguna luz. Muy cerca de nosotros empieza a reinar la espesa oscuridad. No se alcanza a ver el techo de calamina, tampoco se ve ninguna pared, a excepción de la columna de adobes donde está ubicada la ventana. En el suelo, en medio de las tunas y los higos, todavía descansa el recuerdo de un perro viejo —una vez pudo haberse llamado Tumbacerros—, duerme sobre un cuero negro de cabra, encima de su piel empolvada algunas pulgas yacen muertas de sed, al costado de este perro muerto de hambre hay una distancia que se acrecienta. Hay flores que alguien ha dejado en la madrugada. Hay una presencia que se olvidó de avisarnos que nuestros ojos poseen lágrimas; recién ahora todos se han dado cuenta por qué, de tarde en tarde, cuando al fin logramos recordar nuestros nombres, lloramos desconsolados y no hay alguien que lo sepa. Aquí todos los días pertenecen a nadie. De la nada llega la noche y todos descolgamos de la pared uno  que otro amuleto. Y colgándolos de nuestros pechos, nos hemos sentado sobre la grama, entonces logramos ver cruzando el río, las sombras que un día nos pertenecieron.

—NUESTRO PERRO DEFINITIVAMENTE SE LLAMA TUMBACERROS. ÉL HA CREADO ESTE SILENCIO EN LA CASA ENTERA. Él ha inventado los caminos llenos de sombra. La desnudez con la que brillan esas negruras nos abre la boca y nos despeina el cabello. Y supimos que nuestros ojos resplandecían. Un fino polvillo, remedo de lluvias pasadas, se hacía barro sobre el camino de nuestros pies descalzos. El frío resplandor de unas pocas estrellas hacía la decoración, sin titubeos, de aquel cielo ceniciento. Alguien llenaba de agua turbia un balde. Alguien subía suspirando la quebrada que encaminaba a nuestro estanque. Allí, en la cuesta, comenzaba el sueño de las casas abandonadas, amarillas. Hoy todavía en el fondo del estanque se puede escuchar el eco de unas cadenas oxidadas arrastrándose y reclamando atención de los que ya no están. Pero lo más inequívoco es que cuando esta noche termine de llover, el polvo será un collar de huesos. Las aguas del estanque quedarán tiesas, no se agitarán, y ese lugar solo alcanzará a ser un sueño ido, y la humedad un montón de silencio lamido por Tumbacerros, el buscador de huesos.

—Después, cuando todos estén dormidos, veré llegar lentos, muy lentos, a este lugar de nadie, a las sombras que nos abandonaron, vendrán con el viento, algunas traerán víveres, otras intentarán preparar los fogones para encender el fuego. Otras estarán vigilantes de las espesuras y sonidos de carrizos rompiéndose. Seguramente alguna percibirá el horizonte para no perder a las huellas de los árboles y los pájaros que anuncian las llegadas. Y habrá siete perros —hijos de Tumbacerros— que buscarán comerse las  migajas que irán cayendo de unas manos huesudas que nadie podrá comprender.

—EN ESA NIEBLA PODRÍA ESTAR YO, DISFRAZADO DE PÁLIDA CENIZA, sentado en mi banca de adobes. Peinando una larga cabellera, remojando mis uñas en un plato de barro grasiento que un día vi usar a mi abuelo. Nadie sabe, pero esas sombras aún me reconocen entre la niebla. Me miran y saben que oculto algo en mi pecho. Sonrío con mi boca desdentada. Y ahí, en ese momento descubro que todo esto estaba escrito en los sueños de aquel primer caballo. Y termino por comprender que la próxima vez habrá que desaparecer también a las sombras.

—Muchos años después alguien llamará a la puerta de nuestra casa. Asomará sus huesos, tímidamente, por la ventana final, y le dirán que todos están muertos. Y que ha llegado tarde. Y que se vaya. Entonces él insistirá. Nadie abrirá la puerta, sólo se podrán escuchar voces que no querrán salir a hablar con ese alguien, aunque todos sabrán que hablan de mí. De mí y de alguno de los que están en esta casa que ahora se esconde debajo de un montón de escombros. Volverá a sonar la puerta. Los nudillos de quien golpea la puerta parecerán sangrar y aun así la puerta seguirá teniendo ese sonido que anuncia que alguien ha venido otra vez y que no se irá.

—DESPUÉS, TODAVÍA SE PODRÁ SENTIR EL OLOR DE UNA MUJER QUE TODOS CONOCIMOS POR SU NOMBRE ANTIGUO COMO UN PEDAZO DE NIEBLA. Ella abrirá la puerta de carrizos y hará una seña. Sin comprender ni preguntar, alguien estará detrás de ella. Al otro lado de la pared de carrizos se podrá escuchar el llanto opaco de otra mujer. Nadie hablará una sola palabra. No sé por qué ahora que levanto la mirada puedo saber que esa mujer, por su dolor, siempre quiso entrar en esta casa, me doy cuenta de sus ojos casi enterrados por el polvo de sus años caminando. Tiene el cuerpo delgado, sin formas precisas, me recuerda a las ánimas que habitan nuestro estanque. Nadie puede ver cómo se mueven las ondas de su cabello oscuro. Algo de ella tiene un olor a huesos y a distancias que todos al fin hemos olvidado. Hay algo en ella que me dice que nunca más volverá si ahora se va. Algo me dice que es ella la sombra que dejamos sin enterrar, igual que sus crías.

—LOS PÁJAROS QUE HABITAN ESTA AUSENCIA se acercaban hasta nuestros huesos para morir en el calor de nuestras manos. Ahora solo han quedado plumas sostenidas por múltiples sueños. Hay una sucesión de cantos huecos. Hay casas derrumbadas, ocupadas por catres sudorosos, oxidados y percheros apolillados. Hay arañas colgadas en las esquinas del techo. Hay rastros borrados en la pared. Hay sueños dormidos en ese catre sudoroso. Hay rastros del lamento de aquella criatura que recorría las calles como un ave puesta en libertad y era entonces cuando el lugar desaparecía junto con todos sus muertos.

—ENTRARÉ CON EL CORAZÓN ARRUGADO Y LOS GENITALES EN LOS OJOS, POR ÚLTIMA VEZ, A ESTA CASA NUESTRA. Las palabras me saldrán cada vez más débiles, desde ese sitio donde nunca debimos estar. Esperaré ver detrás de la puerta de la casa a esos tres hijos míos que fueron arrastrados por un huracán. Todavía llevaré conmigo un mapa de ceniza entre mis manos. La neblina se esfumará como nunca antes. Veré el interior de la casa despejado y con el halo de tres ausencias, listas para ser olvidadas nuevamente, tal vez a la espera de alguien, tal vez una sombra de sombras, con el arrugado corazón que late en la oscuridad de una puerta cerrada, entraré.

***
Darwin Bedoya (Moquegua, 1974) Cuaderno de ceniza. Juliaca: Hijos de la lluvia, 2012.

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