Correspondencias
*
Sueño, tal vez,
con esta cama donde duermo,
me he desvestido en otro sitio,
hay músicas aquí, algo que ondula,
enormes cosechas de hibiscus y mariposas
en la selva del Aduanero, verde y turquesa,
y no algo imaginario sino un canto de flauta
que sopla la encantadora de serpientes;
y redes chorreantes, extraídas del mar,
vaciadas por las pescadoras gigantas
–botas de goma y manos enrojecidas–
mientras la encantadora de serpientes
insiste en su melodía ritual,
el tiempo perdido con ojos de fantasma,
pero ahora esa mujer insólita
es el lugar donde vivo, la lámpara,
todo cuanto alberga este cuarto,
la cama involuntaria, el sentimiento
de la extraña plenitud de jamás,
zapatos, mis libros, un paraguas.
Acaso la luz son tus labios,
¿y su torso, entre los juncos,
al borde del río donde vibró la flauta,
a qué corresponde en la mesa tendida?
¿Al rumor de las conversaciones?
¿Al hilo de humo que sube de los platos?
¿Y cuáles son sus vínculos
con el viento que sopla en la ventana?
~
Las cosas y el delirio mientras corren los grandes días
*
Arde en las cosas un terror antiguo, un profundo y secreto soplo,
un ácido orgulloso y sombrío que llena las piedras de grandes
agujeros,
y torna crueles las húmedas manzanas, los árboles que el sol
consagró;
las lluvias entretejidas a los largos cabellos con salvajes perfumes
y su blanda y ondeante música;
los ropajes y los vanos objetos; la tierna madera dolorosa en los
tensos violines
y honrada y sumisa en la paciente mesa, en el infausto ataúd,
a cuyo alrededor los ángeles impasibles y justos se reúnen a recoger
su parte de muerte;
las frutas de yeso y la íntima lámpara donde el atardecer se condensa,
y los vestidos caen como un seco follaje a los pies de la mujer
desnudándose,
abriéndose en quietos círculos en torno a sus tobillos como un
espeso estanque
sobre el que la noche flamea y se ahonda, recogiendo ese cuerpo
melodioso,
arrastrando las sombras tras los cristales y los sueños tras
los semblantes dormidos;
en tanto, junto a la tibia habitación, el desolado viento plañe
bajo las hojas de la hiedra.
¡Oh Tiempo! ¡Oh, enredadera pálida! ¡Oh, sagrada fatiga de vivir...!
Oh, estéril lumbre que en mi carne luchas! Tus puras hebras trepan
por mis huesos,
envolviendo mis vértebras tu espuma de suave ondular.
Y así, a través de los rostros apacibles, del invariable giro del Verano,
a través de los muebles inmóviles y mansos, de las canciones
de alegre esplendor,
todo habla al absorto e indefenso testigo, a las postreras sombras
trepadoras,
de su incierta partida, de las manos transformándose en la gramilla
estival.
Entonces mi corazón lleno de idolatría se despierta temblando,
como el que sueña que la sombra entra en él y su adorable carne
se licúa
a un son lento y dulzón, poblado de flotantes animales y neblinas,
y pasa la yema de sus dedos por sus cejas, comprueba de nuevo
sus labios y mira una vez más sus desiertas rodillas,
acariciando en torno sus riquezas, sin penetrar su secreto,
mientras corren los grandes días sobre la tierra inmutable.
Enrique Molina (Buenos Aires, 1910-1997)
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