La santidad de los santos padres era algo tan
mudable que yo decidí apartar cualquier duda
de mi cabeza por desgracia demasiado clara y dar
el salto hacia un adiós aún más arriesgado. Y fue
entonces
cuando la santa sede se tomó la molestia de saltar
los fosos, no sé cómo, pero me dejó alucinada.
Y fue entonces cuando los miserables despojos de
nuestros muertos
rimaron en el todo en un retumbar iracundo,
oh yo canto por las calles pero sólo el santo padre
sabe adónde conducirá todo esto. Y tú las santas
molestias llevarás de rosillas hasta ese confesor tuyo
y él te dará a ti esa bendita bendición
que yo desearía que fuese de pan y de aceite. Así que
como decíamos yo estaba tendida sobre la hierba
pútrida
y las canciones de amor sobrevolaban mi cabeza
aquejada de amor, y mascullaba tempestades y
plegarias, y todas las luces del santo padre estaban
encendidas. Sí, la santa sede mascullaba canciones
pueriles también ella y todos los automóviles de los
artistas más ricos eran acogidos dentro de sus muros;
oh desdén, ni siquiera el cauto examen de conciencia
logra
que podamos disimular nuestros más fangosos
defectos
como por ejemplo el desvarío de los manoseados
versos o el lagrimeo sobre los muros inclinados de
nuestras
ambiciones: colores aromáticos, de cera, remarcados
en el aromático establo de los gourmets. Pero ningún
odio preparo en mi cocina excepto
la cansada bestia oculta. Y si el mar que
fue aquella lejana bestia oculta me preguntara
qué ha sido de mi deseo desmesurado, le respondería
pero déjame tranquila, estoy más que harta de
tus demoras. Pero él sabe mejor que yo cuáles
son las virtudes del ser humano. Yo le digo que más
feliz es la tarántula en su propio jardín,
él me contesta pero tú no sabes capturar. Las riendas
se me escapan si no respeto el poder de la
racionalidad lo sé tú lo sabes lo saben algunos pero
de la misma manera la querida tienda de los
descontentos a veces
perfora también mis sueños. Y tú lo sabes. Y yo
lo sé pero todavía llevo a la vanguardia a cuestas
sobre mis hombros y ríe y escupe como una vieja
bruja, y ni siquiera sé dónde tengo que
coger el tranvía que acrecienta tus sueños,
y mis estrellas. Pero tú ves que yo también he perdido
la irisada gracia de quien sabe pasar por encima
de esas menudencias. Debo comer. Tú debes correr.
Yo debo levantarme. Tú debes correr con el rabo
colgando.
Yo me levanto, tú extiendes los brazos en un largo
penoso adiós, con la sonrisa rígida y forzada en
tu boca más bien poco atractiva. ¿Y qué es esa
luz de la verdad cuando ironizas? Nada más
que esa pobre prensa obtuviste de mi corazón herido.
Ya nunca sabré mirarte a la cara; lo que
deseaba decir se ha marchado por la ventana,
lo que tú eras era otro batallón contra el que
ya soy incapaz de enfrentarme; ¿entonces qué nueva
libertad
buscas entre las cansadas palabras? No la blanda
ternura
de quien está en casa bien protegido entre sus altas
paredes y piensa en sí mismo. No el cansado
descuido
del gigante que sabe que no puede rimar nada más
que dentro
del círculo cerrado de sus apesadumbrados conocidos;
la luz es un premio de Dios, y él prefirió venderla
antes que verla sucia entre las manos descuidadas.
***
Amelia Rosselli (París, 1930-Roma, 1996)
Versión de Esperanza Ortega Martínez
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