jueves, 12 de noviembre de 2020

virginia benavides / de "ejercicios contra el alzheimer"










Capitán de mi propio pecho, certista de cono, avanzo en una floristería de ornamentos para un amor extraño. La rosa me abandona de olor azul pero me floripondea con su zumo tanto que ando abeja. Viveros y árboles frutales, armonía de nado dorsal, son mi ayuda memoria. Soy el que estriba y recae cada mañana en una danza quieta. No soy la que despierta, pero trato. Zumba que zumba atrapo mi imagen y aspiro su zumo para recordar. 

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Entonces, se mostraba un río en el interno puente que era ese estar sin corazón. Un plato silencioso, la duda de tantear entre cortinajes posibles ese rostro amado, esa cabellera que se ocultó de tu caricia. Las floristas se desesperaban para darte detalles, soplarte los secretos y el viento arreciaba cada vez que una te trocaba de colores los ojos. Los bandos de los sin memoria te acechaban y eras tan clara como una alegría repentina, como una revelación cuando huías a nado de esos fantasmas, de esos barcos negros. Una radiografía del futuro se develaba entonces, e trébol del sin suerte.


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Las extensiones de luz demorándose en el ojo de mirada interna.


La belleza como una ilusión está sobrevalorada. Nadie comprende a los espejos y su deseo de huir de tanto rastro de desolación  y desborde. Nadie me advirtió que estas ilusiones me iban a alejar más de la vida que el viaje a marte sin retorno. Si me peino me veo en ti y te pregunto ¿estoy bien? Y si me dices que sí, una voz amplificada en ecos de expedicionario suspendido en pendientes del sin estar se sigue preguntando ¿estoy bien? ¿estoy Bien? ¿Estoy bien? ¿Estoy? Así a la manera de un zigurat o una muñeca dentro de otra en otras. No se puede retener el primer sentido. No nos importa. Se puede trasplantar la raíz a un terreno más fértil que una escritura. Si probara mi experiencia en artes visuales diría que mi visión es una cámara oculta, un escondite en exhibición para lo que ya no se quiere ver, escenas arruinadas por extras sin memoria que gesticulan hasta encontrar el gesto que les toca ser. Se puede captar un sentido posible y los sí y las exhibiciones virtuales pueden hacer añicos cualquier espejo, incluso este que no mira adentro.


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Busco una manera de no estar, de estar como detrás de un vidrio. nadie me toca, nadie me habla, nadie me reconoce, nadie es tan nadie como yo. Transito como adormecida por el pájaro del sonido que viene y va, memoria de párpados que se entrecierran, como un botón de encendido y apagado averiado de tanto apretar. ¿Arreglar lo deshecho? Arreglaré mi manera de adaptarme a los cambios, los cortes de luz o las sinfonías de ruidos. Lo deshecho no. ¿Deshacer lo que nunca se hizo?  Lo deshecho se recompone en la imaginería del que teme ser otro. Existe la mirada que renuncia a la identidad de lo que está fugando. Una hoja amarilla tornándose polvareda bajo la danza del sol y de las barrederas de mi calle para luego cumplir su ciclo nutricio, raíz invertida. Lo deshecho no deja de ser y esa alabanza a lo precario se hace instante, silbido de nido. Busco, contenida de imágenes, adentro. Calcinada, quebrada, pero corriendo en el desierto hacia la fuente, un nuevo lenguaje chorreando, voy. Muñeca de ojos fijos, nadie me ve cuando huyo de mí, cuando estoy fuera de sí, cuando vuelo como una flecha perdida que da en el blanco de esta hoja, en el punto de fuga que se va con ese sonido que no cazo, con ese pájaro que, acaso, encendido, nadie oye, solo tú que me escuchas a lo lejos, como en sueños, y no logras saber si era una sombra, tu espejo o la que corre en llamas y se hace nido o humo que viaja


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La escena puede contener cabellos escurriéndose en el peine, una madeja enredada en algún umbral, una explosión de ruidos tras la ventana que detiene al aire añicándose, una llave sin puerta o un alarde de pasos de infante. Puede ser vista como un riesgo internarse en ella y no pasar de esta palabra que no abre más que un muro al vacío o a otro muro y a otro, que no abre más que cerraduras oxidadas a mares de barcos anclados. De esta palabra que tallo para saber a qué cámara estoy mirando. O puede ser vista como una incursión por la naturaleza muerta de las cosas, instantes de no estar más que en lo mirado, una disolución de la maquinaria de reproducirse en el sentido, memoria que fuga, trapecio de papel que subes sin ver de qué precipicio te salvas porque qué importa. La escena puede contener amanecidas violentas de mundos, poema herida de José Pancorvo, un arpa incendiándose en la noche como una muchacha que se incendia de dolor y canta para sí. Puede contener un hematoma, una cicatriz que viaja a todo babor y fosforece todos los recuerdos. Puede contener una manera de vivir quieta, invertida, perseguida, desatada o sonoramente en otra. Intervención de voces en estampida que atenúan los tonos graves del canto que atraganta, pico mudo, ton sin son.

Así, los desplazamientos no eran sino maromas, maneras de ahogado, distraimientos para ocultar las ruinas, enfoques de un recontrapicado sentido. ¿Qué había que mirar, entonces?

¿No había que mirar?   

Corten.

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Virginia Benavides (Lima, 1976)

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