El azúcar ha inundado la sangre de mi madre
*
Ahora que el azúcar habita en tu sangre
has aprendido a regular esa dulzura involuntaria
que ha fermentado la alegría de otros, pero no la tuya.
Ahora sonríes sin dejar que ella escape
en la hemorragia de las heridas pequeñas
al cortar cebolla —llorar te parece gracioso—
y voltear las páginas de algunos libros.
Me contaste que tras la muerte de tu madre
no pudiste volver a reír hasta los veinte años.
Cuando nací, nació el miedo de morir y abandonarme,
pero aprendimos que las historias no se definen por el miedo.
Aunque a veces los fantasmas amenazan con nublarnos los ojos,
aprendimos a ver entre tinieblas, a guiarnos
por el tacto y saborear los contornos de las cosas.
Recuerdo cuando cruzamos un puente colgante, altísimo,
sobre un río verde y caudaloso. Contemplamos
las crines blancas de esos caballos de agua.
Aferrabas mi mano y escuchamos
el oleaje apresurado del viento entre los árboles.
Me asusté. Quedé paralizada.
Me dijiste que corriera a la otra orilla
y bailaste para que el puente oscilara en el vacío.
Crucé, sin aliento, por tu risa y la voz de los cenzontles
en las cálidas y frías corrientes del viento.
Ahora que el azúcar habita en tu sangre,
sabes que la alegría es aquello que encaminamos,
así como lo hiciste conmigo,
para que nos acompañe al cruzar puentes
y no se quede allí, a medio camino, temblando.
~
Una lección de locura
*
El autobús que me lleva al trabajo cada tarde
pasa frente a la oficina de Registro Civil donde me casé.
Fue una boda sencilla
con un hombre al que había conocido tres meses antes
y al que desconocí un mes después
solo para descubrirlo otra vez desde el principio.
En algún punto de la ceremonia me sentí embriagada
y no de amor: la sensación de asomarme a un acantilado
mientras él tomaba mi mano izquierda
y los dos, de espaldas a todos,
nos lanzábamos hacia lo Desconocido.
Algo como la alegría
del vértigo
y la emoción
de dos exploradores
que avistan desde una montaña, entre las frondas,
el río caudaloso que desean navegar.
Hay que decir lo obvio: tras bajar de la montaña
dejó de verse el río: solo árboles. Árboles
y enormes rocas para divisar más árboles.
Hay que decir lo predecible: después de un tiempo
escuchamos otra vez el río.
En la escuela de Bellas Artes
—un conjunto de edificios y jardines art decó
que hace treinta años era el manicomio de la ciudad—
doy clases de poesía.
Una vuelta irónica.
Se camina en las habitaciones y jardines el viaje inverso:
procurar pequeñas, tenaces, dosis de locura.
Es necesario que enloquezca de verdad.
Es necesario aprender a desprenderse
de una vez por todas y aprender
a dejar de desprenderse y, sobre todo,
a dejar de escribir como si todavía no.
La antigua morgue del asilo es ahora biblioteca:
los libros son el lugar de las apariciones.
Antes de clase doy un paseo por la arboleda,
los senderos y remansos de bancas verde olivo:
es la hora en que los pájaros negros inician el estruendo
de imponer sus propias razones a los otros.
Pienso, de modo estadístico, en el matrimonio:
acaso una camisa de fuerza,
acaso una tardía rebelión adolescente,
acaso reconocer que somos más que uno solo
aunque sigamos siendo uno con el otro,
acaso una forma escolarizada de arte promovida por el Estado.
El matrimonio: una forma regulada de locura.
En los árboles
los pájaros discuten sus propios argumentos.
Todavía no. ¿Entonces cuándo? “Es hora de que sea hora.
Es hora. Es hora de que al desasosiego le lata un corazón”,
dice el fantasma de Celan entre mis manos.
Y yo lo escucho.
~
Gravedad
*
Porque saltar es el modo más preciso de conocer nuestro peso,
separarnos de la tierra para sentir que nos quiere de vuelta,
me aparté de mí durante años.
Los terremotos son relámpagos que encienden el subsuelo
y se originan, imprevisibles, casi siempre en el mismo punto:
allí donde comienza la fractura
y los bloques rocosos se desplazan;
cuando son muy fuertes son más que un reacomodo:
fragmentan territorios.
Cuando regresé del viaje de la droga,
las réplicas seguían sucediendo.
De la época me quedó la sensación
de que las tormentas eléctricas
comienzan debajo de nosotros
y los truenos son ecos de algo
que busca su lugar con impaciencia.
Ahora puedo reconocerme al subir una escalera
porque la lentitud es difícil de aprender
y los elevadores son ejercicios de caída.
Nadia Escalante (Mérida, 1982)
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