23 de marzo de 1949
Querido papá:
¿Cuántas veces he pensado en escribirte? Y cuántas veces me he dicho a mí mismo: “no puedes escribirle a tu padre, ahora no, quizás algún día si resuelves tus problemas, si significa algo, siquiera tener dinero o alguna muestra de no ser un fracaso”. Entonces podrás contactarlo, como gente, quizás hasta quedar para verlo. Tantas veces he creado imágenes en mi cabeza como que te llamo desde el teléfono de uno de los mejores hoteles en Chicago y te invito a una de las habitaciones para tomar un trago y después te llevo a cenar, siempre en el viejo Red Star Inn. Y así tratar de darte la impresión que en realidad, he tenido éxito en algún emprendimiento del que no tengo necesidad de estar avergonzado. También otras circunstancias en las cuales no luzco como soy: un derrochador, un ladrón, un vagabundo, un estafador, un pequeño personaje de poca monta ni siquiera bueno en nada. Ciertamente, nadie quiere estar asociado con eso de ninguna manera. Extrañamente, siempre he sentido que lo último que puedo hacer es permanecer oscuro, completamente fuera de tu vida. Solo traigo desgracia y vergüenza.
¿Por qué repentinamente quiero decirte estas cosas? No puedo ni siquiera entenderme a mí mismo. No tiene nada que ver con cierta noción vaga de reforma o de, particularmente, un deseo de cambiar mis maneras. También estoy completamente aturdido por eso. No estoy buscando ayuda de tu parte, a pesar de que me dirijo muy honestamente a ti, al especular conmigo mismo por qué te estoy escribiendo dentro de los pocos minutos de la escritura en curso. El pensamiento que a través de mi cabeza me deslumbra: ¿estás realmente tratando de generar alguna nueva fuente de dinero o ayuda? Verdaderamente, este no es el caso. No hay nada premeditado sobre este momento. Nada en absoluto. Francamente quise escribir. Acabo de volver de una caminata. Es una de las primeras tardes de primavera del año y entrando al lugar donde vivo sentí un ansia de intentar y justificar estar vivo y libre para sentir la esencia de la noche y la belleza de Nueva York y sus árboles y arbustos en ciernes, la noche clara y brillante y todas las demás reflexiones poéticas que la primavera añade a momentos como este. Esa idea relampagueó, “como escribirle a tu papá”. Todo lo que leo me parece repugnantemente cursi y algo así como un melodrama de tercera clase, pero es lo más cerca que puedo estar de la honestidad.
Cuando empecé, me dije a mi mismo “qué clase de cosa haces para escribir, ¿qué crees que eres capaz de decir? Intenta hablar directo y claro. Di lo que venga a tu mente para hablar.” Además, pienso que tal vez quieras saber de mí sin importar cuan miserable soy como individuo, en tu corazón sientes algo de amor por mí. Después, me gustaría también saber sobre Bob y Marguerite.
No soy precisamente un sentimental, pero he flojeado lo suficiente como para no aceptar las viejas historias de “Ella es tu madre”, “Él es tu padre”, por lo tanto, pierdo la cabeza, lloro y lloro. Todo es bastante conmovedor, pero ay de mí. Estoy bastante asustado, mierda. El mundo —o debería decir, la vida—no es exactamente como esto—ya no, en cualquier caso—tampoco creo que estemos perdiendo un gran negocio en dejarla pasar. La gente es gente, simple, y puede ser considerada y valorada solo por su propio valor como individuos y no solo porque sean padres (por supuesto que todo esto es mi opinión).
¿Puedes creer o entenderme cuando digo que siempre te he considerado a ti y a Marguerite como tipos muy sorprendentes y realmente interesantes. Con toda honestidad, siempre he pensado en ti en términos de papá o padre, mientras que con Marguerite siempre ha sido primero Marguerite y al último, madre. Creo que siempre estuve más cerca de Marguerite que de ti, principalmente porque siempre estaba y sigo estando un tanto aterrorizado de ti. Nunca logré descifrar tu personalidad con claridad como sí lo hice con la de Marguerite. Tal vez se debió a que encontrabas más necesario jugar el rol disciplinador con mayor frecuencia que Marguerite. En realidad, apenas puedo recordar —salvo cuando era demasiado joven—siempre siendo castigado en serio por ella, a pesar de que ciertamente puedo recordar regaños, gritos furiosos, lágrimas y una frustración generalizada sin fin. Sin embargo, me quedé contigo para acabar con las reglas, leyes y regulaciones (y lo que fuera más allá de lo poco razonable) que si eran desobedecidas solo traían viento y marea. Por otra parte, Marguerite y yo vivimos intensamente por varios años, en los que nuestra relación era necesariamente más parecida a la de una mujer mayor y un joven forzado por las circunstancias a compartir su existencia sobre la base de la amistad en lugar de que fuéramos madre e hijo.
Contigo fue muy diferente. Te mantuviste siempre como un padre. Como un púber, yo estaba muy asustado de ti. A veces sentía que tus castigos eran injustos y de paso, sigo considerando de la misma algunos episodios. Aunque ahora me doy cuenta y que antes no había podido entender es que tú te gobernabas a ti mismo sobre lo que sentías que estaba bien. Siempre. Por todo eso, te respeto.
Cuando me convertí en un joven, no volví a temerte. La reacción principal me disgustaba. Pensé que eras deliberadamente cruel y despiadado. Ahora me doy cuenta que eso no era así—oh, claro, no dudé lo que ocasionalmente te permitías a ti mismo, a sabiendas como un poco de indulgencia sádica, que debes tener. Pero te mantuviste completamente apegado a las reglas sintiendo que así debía ser. En realidad, te condujiste a ti mismo en la forma en que tu corazón consideró hacerlo por el bienestar general y a favor de mí.
Nada de lo que estoy tratando de decir va en sentido crítico. Quiero que sepas que el factor de control en mis pensamientos sobre ti y Marguerite es uno de amor y, en gran medida, de admiración.
Estoy muy orgulloso de ti. Creo que eres un gran tipo. Me gustaría ser la mitad de bueno como tú. Siempre te recordaré como una persona positiva, entusiasta e inteligente. Admirado y respetado como hombre entre tus camaradas, estimado por algunos y siempre con un aire de buena educación y dignidad.
También puedo recordarte sentado en tu escritorio, con tus manos acariciando tu nuca, hablando, en tonos fatigados y abatidos, de ser azotado y sobrecargado con responsabilidades; queriendo escapar de todo, preocupado por el dinero y los problemas familiares. Estoy seguro que si hubiera estado en tu lugar, habría arruinado todo el negocio y desaparecido por puertos lejanos. Pero, en primer lugar, nunca habría sido el primero en llegar a esa posición.
Y así se va todo, y por fin te escribí una carta. No esperé hasta que fuera capaz de hacerlo, sino solo lo hice. Quién sabe, para sonar realmente trillado, pero ¿y si esta es la última oportunidad que tendré? De alguna manera quiero que lo sepas: todos estos años te he amado y he pensado en ti como mi padre.
***
Herbert Huncke (Greenfield, 1915-Nueva York, 1996)
Versión de Nicolás López-Pérez
Fuente
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Letter to Dad
March 23, 1949
Dear Dad:
How many times have I thought of writing to you? And how many times have I told myself — “you can’t write to your father—not now—perhaps someday if you straighten out—amount to something—at least have money—or some show of not being a failure”—then you can contact him—your people—even perhaps arrange to see him. Several times—I’ve created pictures in my mind of calling you on the phone from one of the better hotels in Chicago and of inviting you up to the rooms for a drink and then taking you to dinner—always the old Red Star Inn and of trying to give you the impression I’ve actually succeeded in some undertaking of which I need not be ashamed. Other situations, too, in which I don’t appear as I am—a wastrel, a thief, a bum, a chiseler—a petty small time character not even good in amounting to nothing. Certainly no one you want to be associated with in any respect. Oddly—I’ve always felt the least I can do is remain obscure—out of your life completely. I bring only disgrace and shame.
Why suddenly I want to tell you these things I can’t quite understand myself. It has nothing to do with some vague notion of reform or of a desire particularly to change my ways. I’m too completely beat for that. Nor am I seeking aid from you—although speaking quite honestly—in speculating with myself as to why I’m writing to you within the few minutes of the actual writing, the thought has flashed thru my mind—are you really trying to tap some new source for money or assistance? Truly that is not the case. There is nothing premeditated about this moment—nothing at all. Frankly, I wanted to write. I have just returned from a walk. It is one of the first spring evenings of the year and upon entering the place I’m living I felt an urge to try and justify being alive and free to feel the essence of the night and the beauty of New York and of the budding trees and shrubs and the clear bright night and all the other poetic musings which spring into play at moments like this. The idea flashed thru with write to your dad. All of which reads disgustingly corny and rather like something from a third-rate melodrama. But it is as close as I am able to come to honesty.
As I began, I said to myself—sort of what you do to write—what you find you are capable of saying? Try and speak plainly and direct. Say whatever comes into your mind to say. Also—the thought that—perhaps you might want to hear from me and that no matter how miserable a specimen I am—you in your heart feel some love for me. Then, too—I would like to hear of Bob and Marguerite.
I am not exactly a sentimentalist and I’ve knocked around enough to hardly accept the old stories of—She is your mother—He is your father—therefore blow your top—cry and weep. All quite touching but alas—I’m afraid pretty much hooey. The world—or should I say life—isn’t exactly like that—not anymore, at any rate—nor do I think we are losing a great deal in letting it pass. People are people—simply and can be regarded and valued only on their worth as individuals and (all this is my opinion—of course) not just because they happen to be parents.
Can you believe or understand me when I say I’ve regarded always—both you and Marguerite as rather amazing and certainly interesting personalities. In all honesty—I’ve thought of you always in terms of dad or father, while with Marguerite it has always been Marguerite first and mother last. I think I was always closer to Marguerite than to you and primarily because I always was and still am somewhat in awe of you. I never quite succeeded in fathoming your personality as clearly as I could Marguerite’s. Perhaps it was due to your finding it necessary to play the role of the disciplinarian more frequently than Marguerite. In fact, I can hardly recall—except when I was very young—ever being seriously chastised by her—although—I certainly can remember—scolding, and ranting and tears and general frustration no end. But it remained with you to put down the rules and laws and regulations (and they were far from unreasonable) which brought hell and highwater if disobeyed. Then, too—Marguerite and I lived rather intensely several years, in which our relationship was of necessity—more in the nature of an older woman and a young man forced thru circumstances to share each other’s existence on the basis of friendship rather than mother and son.
With you it was quite different. You remained the parent always. As a young boy—I was quite frightened of you. I felt your punishments were sometimes unjust—and, incidentally, I still regard some instances in the same light; but what I realize now and could not understand then is—you governed yourself according to what you sincerely felt to be right—always. For that I respect you.
When I became a young man—I no longer feared you. The predominant reaction was one of dislike. I thought you were cruel and unkind—deliberately. Now I realize that was not so—oh, of course, I don’t doubt what what occasionally you permitted yourself a bit of sadistic indulgence—knowingly—you must have—but altogether you were simply sticking to the rules as you felt they should be. In fact you conducted yourself in the manner which you in your heart considered to be for the welfare and in behalf of myself.
None of what I am attempting to say is in the nature of criticism. I want you to know the controlling factor in my thoughts of you and Marguerite is one of love and to a great extent admiration. I am really very proud of you. I think you are a great man. I wish I might be half as fine as you. I always remember you as a positive person—keen and intelligent. Admired and respected as a man among your associates, looked up to by some and always with an air of good breeding and dignity.
I can also remember you rather sitting back in your desk chair, with your hands smoothing the back of your head—speaking in weary and beat tones of being licked and weighed down with responsibilities, wanting to get away from it all, worried over money and family problems.
I am sure had I been in your place—I would have chucked the whole deal and cut out for distant ports—but then I would never be the one to get into a similar position in the first place.
And so it all goes—and at long last I’ve written a letter to you—not waiting until I’m worthy of doing so but just doing it anyway. Who knows—to sound real trite—but what if this is the last opportunity I’ll ever have—and somehow I want you to know—all these years I’ve loved you and thought of you as father.
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