jueves, 9 de julio de 2020

adriana sánchez / dos poemas













Superelipse

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Por encima de todo, desconfíe siempre de los artistas. Esas son palabras de mi madre. A ella, igual que a mí, los hombres sensibles le generan suspicacia. Los artistas, como hombres sensibles, son dignos de desconfianza. ¿Qué es un artista? ¿Son sensibles todos los artistas? A mí lo que me generaba confianza eran las manos de dedos largos. Por alguna extraña razón, mientras más lo pienso,
menos existe: el hombre delgado, de dedos largos, que sin ser sensible es artista y sin ser artista es sensible. Y cuyo mayor talento era el de los playlist. Yo corro. El último regalo que me dio, viéndolo bien, fue un playlist para correr. Tenía muchas canciones, pero a mí se me grabaron unas cuántas, in the evening, feeling so tired in my shirt, in the morning walking the hallways at work. Una de ellas, la más bonita -puro pop- me sacaba las lágrimas mientras corría: you got my name, you got my number, so come on, darling, let ́s be lovers. A ese muchacho, para terminar de sacármelo de adentro tuve que llorarlo. Imagine una tarde de verano en el campo: hay aceras interminables a orillas de la carretera. El sol ya golpea en perpendicular contra los ojos, pero tiñe de miel todo lo que toca. Yo siento, en cada partícula del cuerpo la memoria histórica de los dedos. Los dedos largos. Now see the dying summer moon, is shining just for me and you... Imagínese llorar con partes de su cuerpo que no son los ojos. Yo corro. Voy dejando detrás un rastro de lágrimas que es casi como el mar. Sí, sí: tal vez usted piense que estoy exagerando, pero ¿cómo explicarle lo que se siente cuando -sí, así de cursi- cuando le arrancan a una el corazón, sin ninguna misericordia? Comin ́ home baby now, I want to feel you hold me tight: déjeme decirle que no existe en el mundo nada peor, nada tan triste, como arrancarse la esperanza de las células. La esperanza se rehúsa. Quiere quedarse y se adhiere con fuerza contra las paredes de la boca del estómago. Desconfíe de los artistas por sobre todas las cosas: anoche soñé con peces. Los peces son resbalosos. Por lo general, para poder sostenerlos hay que acabar con ellos. Yo les daba de comer como en la canción sobresaltos de plata son mis quereres, agonía y asombro como los peces. El muchacho de dedos largos ya no existe. Lo cuento como se cuenta un accidente: cuando estaba pequeña, nos chocó por detrás un autobús. Salimos volando. Mi hermana estuvo en coma tres meses. Yo lloré. Lloré por partes del cuerpo que no son los ojos. Y ahí quedó el agua. Yo pensé, por un momento, que me había secado por dentro. They say it ́s over, but baby it ain ́t. Ya no tengo el playlist. Ya no tengo ese iPod. Corro todo el tiempo y a veces, solo a veces, lloro. Lo que me mata es el miedo. Y que desconfío, para siempre, de los hombres sensibles. De las manos blancas de dedos largos. De los dedos cortos. De la gente alta. De la gente baja. De la gente que parece artista. De la gente que lo es. Y sobre todo, de la gente que dice que me quiere.

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El nombre de las cosas

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Este dolor no es sicosomático: cuando digo duele siento una punzada en el pecho, justo al lado del esternón, desgarrándome la carne como un cuchillo de hoja ancha. Cuando digo duele el hombro cae rendido bajo su propio peso, las manos sudan, el escozor sube cerrando la tráquea, los ojos enchilan.
Digo que duele como cuando a los seis años: zacate, una espina en la planta del pie, mirar a lo lejos y ver a todos los primos alejarse corriendo, saber que si me levanto la espina se clava, que si me quedo cae la noche. Que no sirve de nada gritar... Porque hay dolores de dolores: están los que pasan y se olvidan. Los que se olvidan pero quedan. Los que se perdonan. Los que se sueñan con la boca seca.
Duele en transitivo. El dolor no se acaba desde hace exactamente veinticinco domingos, unos peores que otros, unos más largos, otros más solos. Duele. El dolor repica en la boca del estómago. A veces es más o menos denso. A veces una piensa que está a punto de apagarse, de ceder al paso de los días. Por la ventana no se ve más que la tormenta eléctrica. En la cabeza hacen un profundo hueco las voces: en dónde, cuándo, con quién, si importa. Si no importa. Si recuerda. Veinticinco domingos.  
Digo duele y el tiempo no cura nada.

***
Adriana Sánchez (Pérez Zeledón, Costa Rica, 1980)

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