Bailas los puñales en mi piel
*
La tarde, inadvertidamente,
ha montado el caballo de madera de la noche – y
tu piel, que migró hacia el Este, tensa como
una flecha o un arco iris los arreos de mi deseo.
Con tu oro de luna y tus murciélagos plateados
desafías bailando
las cuestiones candentes del verano,
como suele hacer, verde botella, la noche, que da un bufido
a las altas murallas de la ciudadela del amor,
los cuchillos, las lenguas, las bocas ardientes por afilar.
Grises por el humo del tiempo y negros por los incendios
en sus corazones abrasados,
aduladores lenguaraces
arrebatan verdades arrancadas de raíz de una tierra
de luz antigua, a la desnudez de
tus dientes y al viento negro que cimbrea en tu
pelo oscuro y ondulado, que crece hasta las espinas
de sus reverencias.
Y gallos con crestas de fuego y
palos flameantes, cacareando en una ilusión de luz, se escabullen
del sudoroso solar hundido de la noche,
que con sus ojos verdes chillones yace a la espera
de un corcovo al pie de la montaña silenciosa
que baila al atardecer:
tierra junto al mar hijo pródigo
del dios dinero, que volvió con un solo ojo y una bolsa
llena de plata, con la que te ha de poseer; mar
junto a la tierra el marinero perdido, que la última
ola negra de su bigote deposita en la playa
absorta de tus pechos;
pastor hundido en uvas y resina,
que descendió de tórridas montañas
en un torrente de dolor – su destino – que quiere agotar
junto a tus puertas de Troya, con los ojos oliva oscuro
de un carnero (que alguna vez fueron los
luceros de una cabra montés);
o, con un par de ojos clavados
en la espalda, el pescador y ex campeón de sirtaki
que abraza el canto y el baile y que, cubriéndose
con éste, deposita su mano como un puente
de hambre escondida sobre el grácil lecho moreno
de tu columna vertebral.
¡Quédate, Eleni, quédate
aquí conmigo! Tú sola, girando en jirones
encima de una mesa, junto a una puerta destruida
de este caserío agridulce junto al mar, sorbiendo de una montaña
del deseo la noche como un pulpo, bajo los
efectos de la frívola
luna de Dionisos,
arañadora maníaca con garras de lechuza, que se lleva a su casa
presas mansas y la vía láctea, pico rojo de la muerte,
torbellino de amenaza negra como el azabache, bailas, bailas
los puñales en mi piel, apartas la mirada y
bailas, bailas
De repente calla la música,
como para no volver a tocar sino junto al sepulcro
de quienes clavaron los cuchillos, los heridos.
Llamar es venir; vociferar, matar; esperar es la muerte.
En algún lugar, bajo la queda luz de la lámpara de aceite,
saboreas sangre en tu boca.
Y en un calambre punzante,
que encoje las cuatro cámaras de mi ego moribundo
como el susto la piel, mis cinco sentidos
se inclinan sobre tu cuerpo extrañado – y yo
caigo, caigo encima de ti como un puente
en el torrente de tu encanto
~
El cántaro
*
Mientras bebía junto a la fuente en la tórrida sombra de
mediodía de unos cedros timoratos, olor a pescado y resina,
vista al mar y a las barcas, vacío, sus ojos se cruzaron con
los ojos azules intensos de la mujer de un pescador vestida de
negro, aturdiéndolos. Ella se detuvo, al tiempo que sus ojos
hundidos lo veían beber en la noche de gemidos sofocados, sed
de amor y el generoso cántaro en su hombro ahora asustado,
junto a una mula azul impávida; a través del asa blanca de su
brazo, el mar, la rompiente bordeando sus caderas, entre
ambos, acallado por las rachas de un momento de silencio:
bebieron, viendo cómo los pescadores en sus pequeñas
barcas se hacían más pequeños, las promisorias redes
chorreantes de las estrellas, más rígidas, más llenas,
y dos medias lunas que entraron flotando en el puerto verde,
la sal marina finamente dispersada por el viento sobre el
hielo picado en los vasos de una terraza con culebras negras,
baldes blancos; y ella le explicó el camino a su morada
(tras la subida al monte, por las callejuelas, debido a los
cuchillos de los pescadores), presintiendo que él vendría,
y él escaló su monte, sació la sed en su cántaro.
~
Debajo del mundo
*
En su olivar polvoriento con vista al sepulcro
de su hijo allá abajo, un pescador tempranero
secaba las redes de una noche que murió flotando.
Desde el valle profundo, cien gallos roncos cacareaban
la luz hacia arriba y cerca del camino que baja al mar,
las cigarras cortaban la red de silencio que rodea la casa
de padre a hijo, donde la mujer conyugada aún dormía
soñando con el marido, el pescador ciego de tiempo que,
martillo en mano (martillo, sabía, con el que alguna vez su hijo
levantó el desvencijado palomar), seguía construyendo su barca.
Ella lo atizaba con arranques desamarrados de las profundidades,
golpeando y zarandeando el ancla hundida del sueño.
Y con la muerte a sus espaldas el ardoroso pescador expulsó el sudor
de su frente y ¡oh!, corazón palpitante en madera y sueños,
de su mente asimismo negras redes que enredaron piernas blancas.
Con un clavo tras otro atravesó pasillos, cuadernas, lágrimas y tiempo,
lágrimas que licuaban ese tiempo hacia el mar de su hijo
allá abajo, un mar ascendente, en el que su isla, perseguida
por gaviotas revoltosas, navegaba con montañas quebradas
como un barco enmohecido surcando siglos ondulantes,
en aguas que veían en las nubes cielo en tierra.
Ella veía en su rostro sin cesar los estremecimientos
del seno de la Tierra, sus ojos penetrándola hasta lo más
recóndito, agujereando a golpes el casco de su frágil
alma, como ahora; y él se volvió hacia ella, soltó
el martillo, en voz baja dijo adiós al palomar y siguió
trabajando, contempló los dientes de su sierra (reluciente) y,
vio también, al sonreírle al filo de la sierra,
sus propios dientes y, en el acero azul de sus ojos, el mar –
en su reflejo el sol desnudó su indigencia.
Y como aceite verde, las sombras de olivos esculpidos
atravesaron el sueño de ella, volviendo a los troncos
seductoramente retorcidos, para brotar luego del otro lado
en forma de un saltar patilargo de sepias o serpientes.
Insistentes ramalazos de la sierra musical penetraron
en su respiración dócil, la orilla ocre de sus carnes. Y
el sudor fogoso del pescador fluyó sin parar desde su barca
hacia el mar, fluyó hacia su cara, haciéndola de plata.
Sometido a los martillazos de una barca repleta de sangre, que con
músculos de remero trajinaba contra la corriente en la garganta:
el corazón; librado a la voluntad del tiempo, que despertaría
por propio impulso en plena misericordia sólo cuando
también la mala voluntad de un espacio estrangulador, que
contuviera dentro de sí aquello que no entendía de misericordia:
el cuerpo, y las exasperadas uñas, torcidas como cuernos, luchando
a vida o muerte en pos de áridas cumbres, refugio de la cabra
montés, el arca mítica en las nieves eternas, el punzón incidente
del sol, cielo resplandeciente, rompió el magma de la Tierra.
El mar se estremeció, hinchándose; baupreses, botavaras, cangrejos
y mástiles amarillos se golpeteaban unos contra otros,
confundiéndose en una negra red de cables, estalles, escotas, trizas y
cabos, dando bandazos contra un cielo naranja sucio.
Del empinado lomo del mar azul tinta se escabulló un cardumen
de peces plateados pareados con forma de sable
y sin cabeza, que vibraba en un temblor incesante
Mientras llovía hollín de las nubes tenebrosas del cielo,
el mar bravío y encorvado acometía contra los pies de
cerros y colinas, donde los muertos se estremecían en sus cajas.
Por un instante, los espumajes de las olas se amedrentaron
ante la cruz con la foto de un muchacho delgado de camiseta roja
descolorida levantando una haltera que lo superaba,
allá abajo, donde la colina se ladeaba y se hundía.
De las copas de los olivos que se hundían, emergió
con sus velas en luz granulosa el blanco esqueleto de una
barca pesquera, con un timón como un martillo y un overol henchido,
sin pescador y una mujer convertida en sal, que con ojos
desquiciados miró hacia atrás, hacia algo donde había estado la isla.
En lo alto, la cabeza de un oso polar muerto: la luna.
Tsjêbbe Hettinga (Burgwerd, 1949–Leeuwarden, 2013)
Versiones de Diego J. Puls
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