jueves, 17 de diciembre de 2020

ida gramcko / tres poemas










ESTAR AFUERA es como estar adentro
de inagotable intimidad creadora.
No es perder cuerpo, es descubrir un centro
mayor que lo interior que nos demora.
Estar afuera, a pleno sol, al viento…
La noche ya no es más la mediadora,
Pues nos une a través de un mandamiento
de sombra impuesta que se ve o se ignora.
Escogida es la unión desde lo intenso.
Vivo nivel estalla con la aurora
y enlaza lo profundo con lo inmenso,
pues cada ser deviene lo que añora.
Y queda un solo ser, un gran suspenso,
mas el hombre lo sabe y lo atesora.

~

El espectro

*

Sólo aquél que es capaz de perder su vida
es capaz de ganarla.
                               Carl Gustav Jung

Yo conocí dolores y miserias cuando era una mujer. Ahora que soy de nebulosa, no puedo comprender que mi rostro de bruma sea golpeado por un duro llanto. El llanto, además, sube al pecho de nicho igual que si subiera de los pies, paso a paso, punzada a punzada. No se lo deseo ni al más cruel. Es igual que un ovillo escalofriante que está dentro del seno fantasmal y no se libra nunca aunque por mis mejillas ya muertas corran fijas hilachas de lloro. Pareciera que es lo único firme que vuelve a ser en mi fantasma.

¿A dónde voy con esto? Tengo aún mi fragmento celestial pero es fino y elástico y yo quisiera un rincón pétreo para llorar y gritar como una fiera herida, y esperar, a sabiendas, de que después del fluido, surgirá el nuevo nudo y se desatarán todas las resistentes lágrimas. No sé ni lo que son. No se vuelvan. Me vuelcan. Azotan las mejillas. Son como granito inmortal en la espectral garganta.

Llorar no es lo mismo que fluir; es, sobre todo, despeñarse. ¡Oh, mi alado, que tu alegre sonrisa luminosa perdone a mi figura, que fue henchida y sedosa esperanza, ya no sólo mi espectro sino el agua cargada de columnas que fluye de mis ojos y me convierte en íngrima cariátide! ¡Ah, por Dios, sostenedme y echadme sobre un lecho muy férreo, cubierta por pesados arrecifes y con un hormigón por almohada! Nada puedo decirte de lo que ahora siento. Se me cerró la boca como cueva. Vuélvete, márchate, sonríe… Olvida mi dureza impregnada. Pero si existe el sitio que yo espero, ese sitio en que el lloro o la quemante lava, desciende en alarido de volcanes, hazme entrar y no pronuncies una sola palabra. Que tu voz generosa será solamente para mí una alegría ajena, apetecida, y dejará mis ojos convertidos en macizos chubascos. Que no escuches mi llanto, fuerte y gris como acero.

Ahora miro pequeños aludes en tus sienes y me maltrato el rostro con las sólidas manos cristalinas. Pero es inútil. El agua de mis ojos está llena de llorantes guijarros y un invencible, un recio arroyo desciende lentamente, cargado de balaustres, por mis párpados. Y ahora que tus ojos, como madera fina surcada por relámpagos, se posan en los míos, quisiera estarme quieta. Pero yo estoy atada a un amoroso y doloroso dolmen. Dentro de mi pecho se prepara un sollozante acantilado.

~

Biografía de las alas

*

Pero algo surge repentinamente.
El mar, que era todo una tierna arboleda, tibia y henchida ramazón con
la curiosa sedosidad de las hortensias que abren su bravío cogollo tierna-
mente, es lo que siempre ha sido: elevación.
Dos olas, dos góticas aristas se levantan.
Mansas, melódicas agujas tocan infinitud.
Lo auténtico del mar no es el refugio. Es el disparo hacia lo inmenso.
La niña se encuentra ante las olas.
Inservible e inútil para el impulso alado, como un objeto olvidado por un
pirata de la vida, por un usurpador de los husos con hilos irisados el
reloj, agobiante, goteando su insistencia.
El cráneo puede deshacerse bajo el golpe seguido de una gota. Un
minúsculo redondel continuado atraviesa la roca más férrea.
Y es un morir despacio. Es preferible el tajo en la garganta. El boquete
del cuchillo en el pecho. Tales acabamientos son sangrantes, espectacu-
lares, pero esa muerte morosa, minuciosa, meticulosa, de la gota cayendo
es un escalofrío sin escape. No parece solucionarse. Agonía en suspenso.
Jadeo, respiro, estertor, bocanada… El pollo picotea. Se detiene. Vuelve
a picotear. El perforador hiende el asfalto. Hace una pausa. Torna a
perforar.
Son más aniquiladoras las muertes que no acaban de serlo que las muertes.
Es mejor despeñarse por un acantilado, destrozándose, que permanecer,
impotente, atado en un sillón, siendo devorado, a pequeños bocados, por
un hambriento insecto.
No es un crónico goterón. Es más agudo que el estruendo de las cataratas.
Porque no dice nada, no hace ruido. No proclama su devastación. Va
hendiendo, por tiempo indefinido, como una carcoma roe un mueble.
Una grieta pulmonar, de las que consumían a los antepasados, con su
escenografía de almohadones y sábanas tiznadas, con sus acordes de
expectoraciones y quejidos, de fatigas y flemas, podía soportarse pues
se trataba de un estallido sin ambigüedad.
Pero hay estallidos sin escena. Irrupciones sin violencia aparente. Una
tos seca, graznadora, que prosigue entre lapsos, que persiste detrás de la
pared de nuestra habitación, es un cronómetro insufrible que no se quiebra
de una vez y que, repetitivamente, sigue con su sonido ya esperado de
voraz y sin fin pájaro carpintero.
Si se pudiese oír la circulación de la sangre, nada sucedería. Se sentiría,
quizás, una movediza corriente. Si el párpado sonara cada vez que des-
ciende, tendría que anhelarse estar sordo. Si viésemos desplegar un
mantel, aspiraríamos quizás una ráfaga de retallones. Pero si escuchára-
mos un tejido parlante —puntada, paréntesis, puntada— seríamos capa-
ces de meter un pedrusco en cada oreja.
Así es la gota.
Pero las olas se remontan. Y la balandra las contempla, ágiles dunas lige-
rísimas que ascienden sin ninguna demora, que no han sido formadas en
la arcilla, que son un triángulo azul e interminable, lo que hace sentir que
las espaldas son sensoriales y superfluas.
A un ser humano le han crecido, de pronto, dos grandes hojas en los
hombros: eso es un ángel. Pero las hojas no son de la naturaleza. No se
mustian. No caen en la enramada. Esa criatura retoñada, el ángel, tiene
olas u hojas para alcanzar el resplandor de la perpetua primavera.
Todo el mar convertido en dos pirámides livianas, formadas por un haz
de aires marineros, en dos puntiagudas catedrales que suben sin cesar, y
sin que sean de piedra, sino de espirales de brisa. Volutas de inasible
zafiro. Humo de cobaltos etéreos.
La espuma parece enroscarse, ensortijarse, elaborando una pluma en las
olas luminosas y leves. Llega un momento en que las olas, que parecían
al comienzo las enormes velas de un barco sumergido, son asimiladas de
tal modo que ya no hay olas sino alas. No hay mar. Hay un alado, ilimi-
tado, inagotable azul supremo.

*** 
Ida Gramcko (Puerto Cabello, 1924-Caracas, 1994)

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