I
Construido con elementos de timidez y de urgencia,
de pasión y de silencio;
a través de ganzúas y de ladrones hábiles,
acompañado de anarquistas perseguidos por la policía
y de cómicos que morían sin éxito en los hospitales;
entre carpinteros de duras manos y tipógrafos de manos ágiles;
soñando en la cubierta de los vapores
y en los vagones de carga de los trenes internacionales;
con muchos días de soledad y de cansancio,
sin lágrimas, con los zapatos destrozados,
por las calles de Santiago o de Buenos Aires;
ganándome la vida y la muerte, a saltos,
como los tahúres o los rufianes;
cultivando, sin embargo, una gran rosa ardiente,
decidido y vacilante,
llegué donde tú me esperabas con tu ardiente rosa.
No traía sino mi don de hombre,
mi pequeña gracia de narrador
y tres abejorros con hambre.
II
Apretada e intacta, construida con elementos de lentitud y de ternura,
tú venías,
empujada por los vientos de Valparaíso
y a través de los cardúmenes de su bahía.
Por entre los álamos del Aconcagua
y tinajas hirviendo de dulce chicha,
acompañada de campesinos con las barbas mojadas de garúa
y huasos de ojos verdes, que cultivaban la poesía:
- Clara se llamó mi madre,
y mi padre, Claridad;
y yo me llamo Clarisa:
¡Miren qué casualidad!;
entre normalistas azules que reían
y novios enfermos del pulmón, que morían
a través de niños que aprendieron a leer mirándose en tus ojos,
tu rosa cerrada para mis tres abejorros hambrientos traías.
III
Fuiste mía y fui tuyo "en el oscuro pensamiento de la noche".
Sin reservas, con locura y con ternura,
unidos en la sangre, en el aliento y en la piel
buscamos aquello que nos unía
y que nunca supimos qué era.
Las largas noches eran nuestras, y nosotros éramos de la noche,
trabajadores fervientes, entre murmullos
y silencios de reposo y espera,
como mineros que buscaran o como joyeros que pulieran.
La piel fina y caliente de tu cintura,
la áspera piel de mis piernas;
mi boca impaciente y tu boca deseosa de obedecer;
mis manos como hormigas entre tu cuerpo de panal nocturno;
tu espalda que se arqueaba y mis largos y tenaces brazos;
tus duras piernas y mis insistentes rodillas entre ellas;
mi lengua y su apasionado itinerario.
Y tu recato y mi persuasión,
y tu arrullo y mi contenido grito
de hallazgo o de sorpresa:
en la alta noche, creando, latiendo, buscando,
trabajando con su propio material
su gozoso y limpio destino, esmeradamente.
Y de tu vientre
los abejorros brotaban chillando y mamando,
entre mis lágrimas de hombre y tus sonrisas de mujer.
IV
Así ocho años como ocho rosas de doce pétalos
o simplemente ocho años.
A través de sus días y sus noches
tú mirabas blanquear mis sienes
y yo veía cómo tus labios perdían su frescura.
Pero era en ti donde moría mi juventud,
en mí moría la frescura de tu boca.
Alcanzábamos nuestro gozoso y limpio destino.
Los abejorros mamaban y crecían;
mi madre y mis amigos,
y tus amigas y tus parientes, se detenían
y se inmovilizaban en el espacio y en el tiempo,
helados, indiferentes a los sollozos y a las lágrimas.
Ocurrían revoluciones, y los carabineros
eximían de sus exámenes a algunos estudiantes
y de su vejez a algunos obreros;
pero ellos, por su parte, abandonaban a sus caballos en las calles
y en los conventillos a sus viudas,
y éstas, llorando, cobraban escasas pensiones de viudez,
mientras los Presidentes de Chile iban y venían
y por allá se entretenían, rascándose o jugando al ajedrez.
Tranquilos, aunque envejeciendo,
contentos, aunque a veces fatigados,
veíamos caer la tarde y nos íbamos con ella,
conscientes de que atardecíamos.
V
Ahora,
desde el fondo de mi ser,
desde donde el aire se transforma en sangre
y desde donde la sangre se transforma en semen;
de más allá aún: desde donde río y desde donde lloro,
desde donde hablo y desde donde enmudezco,
desde donde me detengo y desde donde camino;
de en medio de los oscuros líquidos,
del centro de las blandas médulas,
desde la corriente de las linfas
y desde el bullir de los glóbulos;
desde donde tú puedes vivir en mí
y desde donde yo puedo vivir en ti:
tu recuerdo surge y me lame como una dulce llama,
como una dulce lengua,
¡oh, mujer mía!
VI
Y busco tu rostro y tu cuerpo más allá de la muerte.
Inútilmente. La muerte no me da sino tu boca abierta
y el coágulo de sangre que salió de ella.
¿Eres tú? No lo eres. No te reconozco muerta.
Busco después tu rostro y tu cuerpo
antes de que la muerte te entreabriera la boca.
Inútilmente también. Imágenes dispersas acuden:
las manos con blandos hoyuelos,
la piel clara de los muslos,
el vello dorado del pubis,
los ojos de íntimo reflejo verde,
el vientre de niña que mi amor marchitó
y que yo amaba por sus estrías:
expresión de mi hombría y de tu feminidad.
Imágenes táctiles, olfativas, de sabor:
mi mano siente a veces el calor de tu cuerpo,
mi lengua el sabor de la tuya,
mi nariz tu olor nocturno.
Repartida a lo largo de mis recuerdos y mis sentidos,
estás en todas partes y no estás en ninguna.
VII
Los abejorros te tienen, sin embargo.
aprisionada por raíces que la muerte no puedo romper,
en ellos estás, en sus miradas, en sus risas, en sus voces,
y en ellos me miras, me sonríes y me hablas.
Y en ellos te miro, te sonrío y te hablo
mientras camino, con mi gran rosa ardiente,
hacia donde tú estás con tu deshecha rosa.
Manuel Rojas (Buenos Aires, 1896-Santiago de Chile, 1973)
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