lunes, 27 de abril de 2020

antonio gamoneda / de "pasión de la mirada"










En el más resistente, más velado
lugar del corazón, mete sus manos
el silencio del mundo, mas despierta
al pájaro mortal, al destinado.

Habla en dura quietud; habla en la nieve.
La geografía del final es blanca.

Pero desciende, corazón, repasa
yerba secreta y el hayedo oscuro
como la planta antigua del pastor.
Baja a escrutar la transparencia fría,
entra en el bosque de las venas, siente
los arroyos pacíficos, el ruido
denso y materno de la leche, escucha
el paso prodigioso de las bestias.
Cruza la sombra con tu cuerpo, pasa
sobre las huellas comunales, duerme
en el silencio como un dios cansado
y, luego, acude al sobresalto puro,
a la fresca, gloriosa desbandada
de las aguas en júbilo, discierne,
repartida en la luz, pálida espuma.

Pero vuelve a la paz por el camino
prieto y oscuro de Corona; vete
despacio por el Pando; te rodean
las floraciones de la soledad,
los árboles salvajes, los helechos,
los cautelosos manantiales. Piensa
dulcemente en el mundo, pero calla,
exprésate con sola tu existencia,
como el bosque secreto, que se dice
en la ciega madera con el liquen
y la profundidad y la quietud.

Lívida, verde, añil, precipitante
golpea el agua en la afilada estirpe
de la roca fluvial. Su entalladura
come la paz en ti; ya no recuerdas
ningún canto ni el manso y solitario
campanil del ganado. Sólo sientes
un único latido: el tormentoso
del Cares en su caz, y una corona
de piadosa humedad en tu cabeza.

Todo se pierde en el espacio puro,
en el combate de las aguas y
las láminas terribles. Se apodera
la física, orquestal naturaleza
del espacio interior; ya no recuerdas.

Ya no recuerdas en el quicio raudo,
en la inmóvil, hirviente cabellera,
en el abismo azul, en el espanto.

En el espanto y la hermosura como,
al fin de la batalla, un rey envuelto
en la sangre, o la invisible túnica
del huracán, o la feroz escala
del que canta en el rostro de la muerte.




Está tejida con azul la noche
aún crepuscular. La lengua roja
enciende su perfil.
                                Salgo al silencio
y penetro la vida de las cosas
y no sé si el centeno es la hermosura
o es la sed la verdad.
                                     En este ahora
de secreta extensión, cuando no ciega
mis sentidos la furia luminosa
del resol cereal, y están creciendo
el zureo nupcial de las palomas,
los pájaros ocultos, la paciencia
de los robles, aún, salgo a los huertos
y me busco en las aguas y las sombras.




La tarde entra de pronto en la cocina,
enloquece en el cobre, hace gloriosa
la herrumbre de las madres. Como un lienzo
se imparte en las estancias. Cruza, dora
el rostro del varón. Da en las tarimas,
atraviesa el laurel, tiembla en sus hojas.

Ahora volverán por los caminos
las mulas canas y las yuntas rojas
y, cansados, los hombres, sus cabellos
con tamo de trigal.
                                 Cunden las sombras
al borde del tapial. Lenguas de acero
se sumergen en aguas silenciosas.




          El volumen rescata de la tierra
          las oleadas interiores, riza
          áspera, dulce, cereal, corpórea
          la masa solitaria, la pastura
          de los alcores y las navas; pone
          la majestad hendida, aterruñada
          en compacta hermosura y deposita
          agua y semillas en el corazón.




Un bosque inmóvil, sin espacio, pero
alimentado en la profundidad
envolvente del mundo. Su espesura,
de vientos y de pájaros no acoge
sobresalto ni sombra; se despliega
en llano vertical: azul pacífico,
oro pluvial, litúrgicos se traban
con púrpura feroz. Mas nada turba
aquella majestad.
                               Si das tus ojos
a la dominación, sientes cuajarse
un vértigo, un pueblo entreverado:
urdimbre de varones, instrumentos,
bestias, coronas, comunicaciones,
desperdicios de luz. Vértigo, pueblo
establecido donde nunca humana
respiración apagará el chasquido
de una hebra solar sobre la dura
conversión laminar, pueblo aplastado.

Callada tempestad. La vibratoria
existencia del sol, la que tortura
lívidas lomas, parameras turbias
en la tierra exterior, aquí sostiene
un lienzo musical: nervios de sombra,
como un árbol delante del crepúsculo,
no imponen pausa sino negro impulso
en la arbolada vidriería.
                                             Es
un mundo. No músculos, cabellos;
no túnicas redondas, accidentes;
sólo estaturas, transparencias, fuegos.
No libros, atributos, gestos, lomos
hirvientes de corcel, águilas, cetros,
ballesteros y muerte; sólo una
cegadora, bruñida altanería.

En esta soledad, en esta altura
de la materia, la estructura adiestra
los gritos del color como, entre hombres,
una esbelta garganta dispondría
las cantidades de sonido. Canta
pero extiende silencio. No es el canto
que recorre la tierra penetrando
en corazones, multitudes, bóvedas
y sepulcros; no es sino palabra
que se adentra en los ojos: alta fiesta
que despliega los rojos, enardece
el espacio interior, filtra más oro
en densidad azul, hunde los verdes
en sí mismos, agosta el amarillo
hasta hacerlo crujir.
                                    Oh pueblo frío,
oh bosque, oh vidrio, oh lienzo frío:
sólo tú puedes soportar, vivir
siempre en belleza, nunca en libertad.



Espacio siempre frente al tiempo. No
hay mayor lentitud que esta paciencia
que eterniza los labios, endurece
las túnicas, habita en la mirada
de la desolación.
                              Roja, la estepa,
afuera, lejos, en la mansa gleba,
come su viejo sol.
                               Gira la tierra
sobre sí misma, musical, y el agua
desciende azul, eternidad herida.

***
Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931)

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