Todo lo podría condenar igualmente, no se me pregunte en nombre de qué.
En nombre de Isaías, el profeta, pero con el grotesco gesto inconcluso de su colega Jonás
que nunca llegó a cumplir su pequeña comisión sujeto a los altos y bajos
del bien y del mal, a las variables circunstancias históricas
que lo hundieron en la incertidumbre de un vientre de ballena.
Como Jonás, el bufón del cielo, siempre obstinado en cumplir su pequeña comisión, el porta—documentos incendiario bajo la axila sudorosa, el paraguas raído a modo de pararrayos.
Y la incertidumbre de Jehová sobre él, indeciso entre el perdón y la cólera, tomándolo y arrojándolo, a ese viejo instrumento de utilidad dudosa
caído, por fin, en definitivo desuso.
Yo también terminaré mis días bajo un árbol
pero como esos viejos vagabundos ebrios que abominan de todo por igual, no me pregunten
nada, yo sólo sé que seremos destruidos.
Veo a ciegas la mano del señor cuyo nombre no recuerdo,
los frágiles dedos torpemente crispados. Otra cosa, de nuevo, que nada tiene que ver. Recuerdo algo así como...
no, no era más que eso. Una ocurrencia, lo mismo da. Ya no sé a dónde voy otra vez.
Asísteme señor en tu abandono.
Enrique Lihn (Santiago de Chile, 1929-1988)
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