jueves, 2 de noviembre de 2017

guadalupe santa cruz / golpes sin cuerpo



Vivimos tiempos de goma. Los conflictos parecen sofocarse,
recubiertos rápida e imperceptiblemente por un
discurso que se propone trascenderlos y para el que toda
marcación de diferencia es leída como escollo, detención,
accidente en un rumbo naturalmente prefijado, incuestionable
y común. Vivimos, por ello, tiempos de blanda
violencia en que los golpes son propinados sin cuerpo,
sin nombre, sino en nombre de una ideología sin dueño.
La confrontación entre los dos candidatos a la presidencia
–que precede, y preside también, a este gobierno–
ya estaba marcada por aquel silencio implosivo que
hiciera posible la polisemia de la noción de cambio (polisemia
que solo es tal para el mercado político, lingüístico;
desde la historia –aquella que quieren dejar atrás
las ideologías de la modernización, de la seguridad, del
consenso, de la eficacia– y desde nuestra historia del
lenguaje, esta noción de cambio es un campo de sentido
que se halla en disputa, del mismo modo que lo están
la memoria, la cultura, el cuerpo y tantos otros que
han sido reducidos, despotenciados en la actual política
dominante del mínimo denominador común). Lavín,
de obediencia –este término religioso nombra hoy la
dinámica de los vínculos políticos de manera más aguda
que las pertenencias orgánicas– pinochetista y Opus
Dei, se torna un hipercandidato (en el sentido que Baudrillard
da a la raíz hiper), se trasviste en todos. Es un
constructo publicitario, es las diferencias encarnadas en
un no-cuerpo, en central, en matriz de administración.
Aquella temible amenaza –y aquel pavoroso reflejo
del estado de cosas en la cultura política nacional– es
el paisaje de fondo del gobierno de Ricardo Lagos, el
paisaje construido por la dictadura y la posdictadura,
por la silenciosa Transición. Uno de los gestos que responde
a aquella difícil contienda electoral es que, ante
la mariana y diligente figura femenina que acompaña
al candidato de derecha, la mujer del candidato de la
Concertación –figura autónoma por declinación de las
imágenes públicas– termina recostando su cabeza en el
hombro del marido. Tal vez sea esta la primera frase que
podamos leer en el campo de los conflictos de género
de este gobierno.
No se trata aquí de evaluar una administración, tampoco
haré un balance de los avances e incumplimientos
en la deuda histórica de este país con las mujeres, en lo
que se podría llamar la agenda política feminista. Deseo
más bien indagar en algunos signos, dar con algunos de
los elementos simbólicos que conforman los escenarios
públicos actuales y que producen activamente nuestra
desazón.
En estos tiempos de goma pienso que detener la mirada
sobre los cuerpos –sobre el hiato o intervalo entre
discurso y cuerpo, sobre el discurso corporal o el cuerpo
sexuado del discurso–, como lo ha propuesto entre
otras la crítica feminista, conserva su promesa; aunque
el ojo deba multiplicarse, hacerse húmedo y forzar también
la visura vidriosa de los lentes de color que ofrece
el mercado, leer de manera fragmentaria, discontinua,
y sin embargo construir relato, componer sentido. (Allí
duermen hoy, creo, algunos no-dichos que duelen).
Juntaré entonces materiales dispares. Lo haré entre
la pantalla y la calle, en esa actualidad que ocurre más
lenta, más veloz, más corrosivamente que en el seno de
lo que se ha llamado “noticia”.
El cuerpo del presidente Ricardo Lagos se presenta
como aquel de la tradición ciudadana, portador
del verbo, de la Historia, de una cierta dignidad. La
presencia es la de un sujeto con biografía, heredero de
un linaje masculino (por madres interpuestas), predestinado
a ocupar un lugar central; esta cartografía ya
ha sido organizada en la estructura simbólica y en los
capítulos de la carrera, tanto interna como pública, de
los partidos tradicionales).
Es a partir de esta prestancia física y de esta concepción
de ciudadanía que el gabinete de este Presidente
levanta una de las metas más exigentes, y una de las
acciones gubernamentales más bulladas del período: la
supresión de las indignas colas frente a los consultorios.
La pregunta por el sexo que compone estas trasnochadas
colas no ha sido formulada: mujeres que ejercen un
invisible servicio –un trabajo sin pago– para la economía
familiar –en la división sexual de los trabajos– y
cuyo aporte significa, en última instancia, un subsidio
al sistema público de salud. Esta figura no podía ser
realzada por el personal de salud, en cuya base de las
jerarquías simbólicas y remunerativas se encuentran
como mayoría mujeres en cargos más directamente ligados
a la idea de servicio. Tampoco podía serlo por
el gobierno, puesto que en la propia designación de
los ministerios prevalecía la asociación entre mujeres y
áreas serviciales, y dado que la meta política es enunciada
por la voz ciudadana masculina –cuerpo que supone
a partir de sí un universal de ciudadanía–, en tanto
debe ser técnicamente cumplida por la neutralidad de
una cartera, de un cargo que escamotea la diferencia
sexual, que carece de cuerpo. “Las colas” son grupos
de mujeres esperando un número para ser atendidas y
atender ellas, a su vez, a los otros. El cuerpo sexuado y
propio que es allí sustraído es el mismo que se sustrae
en la ausencia de debate sobre el aborto. Esta polaridad
–desconocimiento del cuerpo en las políticas cotidianas
y abanderización del cuerpo en los temas feministas
más “duros”– tal vez sea una repetición de la trama que
anuda la cultura política nacional, que no concibe o
no construye relatos de los territorios de entremedio:
entre Estado y sociedad civil, entre familia y Estado,
entre casa y ciudad, entre “centro” y “margen”, entre
ley y mandatos culturales, entre institución y cuerpo. El
nítido recorte constitucional contagia el mapa de aguas
que es nuestro paisaje cultural, más turbio, más mezclado
que como lo hablan el derecho, la clase política y la
prensa. (Los órdenes maternos y paternos se entrelazan,
se alían, se hacen cómplices, se tensan, sin ser dirimidos;
de ello no terminamos de dar cuenta).
En contrapunto la Fundación Chile Unido, cercana
a la extrema derecha, pone en circulación por la ciudad
un afiche contra el aborto: en paraderos de micro, replicando
una campaña anterior que invertía los sentidos
de un juego de azar en la violenta expresión «Raspa y
pierde», una mujer desnuda, de espaldas y en posición
fetal, acompaña el texto que dice: «Al matarlo, algo de ti
muere». No me detendré en la violencia reiterada de estas
formulaciones, sino en la imagen que presenta: una
mujer desnuda, flotando de espaldas sobre un fondo
blanco. Una mujer sin rostro y sin entorno, una mujer
que al ser cuerpo es recortada, extraída del contexto que
es suyo; una mujer asimilada no solo al hijo por la posición
abarquillada, no solo a la culpa por el mismo gesto
replegado, sino que –por la ausencia de coordenadas
que circunda aquí a este cuerpo–, reducida a una “metá-
fora”, en contraposición al estatuto de sujeto histórico
concedido a los hombres.
Otro acontecimiento ha golpeado los imaginarios
de género, complejizado por su reciente y tal vez provisional
desenlace: la narración que transcurre a partir
de la Casa de Vidrio. Dos creadores –no entraré en la
cuestión estética– realizan una llamada performance por
persona interpuesta. Dos hombres contratan a una mujer
que debe llevar a cabo, en representación de ellos,
una acción cuyo soporte es su propio cuerpo. Este cuerpo
posee un escenario: una vivienda (¿cómo se inscribe
este proyecto arquitectónico en la historia social de la
vivienda en Chile?) transparente –cita de las condiciones
actuales de habitación (¿para quiénes?)– sobre un
eriazo céntrico. Vivimos tiempos de goma: este modelo
de hogar sin ubicación histórica ni territorial se vuelve la
casa, y esta mujer, que debe ventrilocuar el deseo de los
creadores, es una modelo profesional. ¿Tedia asociación
repetitiva entre mujer y casa, o puesta en escena –actingout,
más que performance– de la violencia allí encerrada?
Este cuerpo de mujer –más allá de las reacciones
masculinas callejeras, profusamente comentadas en la
prensa– sabe de modelaje, de ciertos códigos gestuales
que construyen un texto poderoso y cuya productividad
quedó demostrada en su posterior aceptación para participar
en la publicidad de un producto limpiavidrios.
¿Se rebeló este cuerpo de mujer sin voz, exacerbado por
las citas que debía realizar, tornándose para sus creadores
en juguete rabioso (parafraseando a Roberto Arlt)? ¿Se
autoprodujo en la producción de otros? ¿Era todo el
proyecto, desde su concepción, un producto susceptible
de volverse mercancía, y en ello operó también este
cuerpo-metáfora de mujer?
La primera dama impulsa la campaña “sonrisa de
mujer”. Este proyecto toca una zona silenciosa que alude
a la dignidad física de las mujeres: seiscientas mil mujeres
tendrán derecho a componer su dentadura. Esta descomposición,
histórica en los sectores populares, ha sido un
grito no visto, una marca social y de género que habla
por sobre y debajo de las palabras. Más allá de su evidente
impacto, ¿cómo leer esta política? ¿Cómo otorgarle nuevos
sentidos? ¿Qué relaciones desentrañar entre los dientes
y la aparición pública? ¿Qué ecuaciones articular entre
cuerpo, estética y clase social? ¿Y entre estética y salud pú-
blica? ¿Entre género, estética y mercado (laboral u otro)?
No me parece insensato asociar los hilos sueltos de los
episodios antes descritos con la persistente –en algunos
casos creciente– resistencia conservadora a las históricas
políticas por la igualdad de género. Una de las interrogantes
que ellos plantean es la dificultad de abordar los
cuerpos de mujeres en su diferencia y romper, a la vez,
con aquel otro signo –en el que se coluden, por sobre las
posturas contingentes, los fundamentos de la Iglesia y
ciertos fundamentos feministas– que hace de estos cuerpos-baluarte,
en un oscilamiento polar entre la pasión y
la virtud, los exclusivos depositarios de la moral social,
entrampando así el debate sobre la violencia sexual, el
aborto y otros. El campo de tensiones en torno al género
parece hoy desierto; parece haber sido desertado no solo
por la falta de acción pública, sino por la falta de acción
que se supone al lenguaje, por la ausencia de lenguas que
abran y desdoblen los actos. La sobre-especialización de
los discursos característica de la Transición es tal vez una
de las variantes de lo que he llamado la lengua diurna en
que se tradujo, con el fin de la dictadura y la instalación
de la nueva institucionalidad, la poluida e inestable lengua
del movimiento feminista y de mujeres.

***
Guadalupe Santa Cruz  (Orange, NJ, 1952-Santiago de Chile, 2015) Lo que vibra por las superficies. Santiago de Chile: Sangría editora, 2013.

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