jueves, 23 de noviembre de 2017

christian formoso / cartas para reinas de una tierra que no tiene primavera











I

Confesiones que viven donde se injuria la primavera. El murmullo del río se despide y permanece por que el viento escriba las bocas de las que han sido amadas como se ama las más bellas, y han crecido los bosques por esa letra en los techos, y ha cantado la tierra su amor de movimiento. Mas, si a causa de agravio temblara, o al   pedir un beso el mundo detuvieran, o el vuelo confundieran las aves con sus manos, y no cambiaran las bayas sus monedas, las almas que murmuran en el bosque que aún la vida ha sido breve pero ha sido, y más aún, las estrellas, luminosos fantasmas del tiempo que la noche regala, que confiesan, palidecen aún al recordarlas, al verlas, que amanecen las noches y que ante tal belleza la muerte se estremece, o es que a causa del fuego hemos visto la sombra – dicen - o es que un día iluminado en la planicie guarda un misterio más alto que este amor?

Confesiones que viven donde cala ofendida la primavera, y se duermen con un canto hallado en la sangre, con ellas, que a la puerta invisible de los días llaman, y entonces cantan los pájaros y los ríos prolongan sus valles, y cantan las tempestades y los pastos, y aparecen y desaparecen los astros, en delirio con el mundo.  

II

Ahora que recorro tu alma, un ángel muerto pasa tendido en el viento amargamente. Como te has ido abre sus ojos, llora la muerta mañana en un silbo claro, deja tu nombre en los cerros, en los sotos; con alas diminutas inventan los zorzales, por vez primera, una vez más la alborada. Alma de mi alma toda la noche te he recorrido. Sobre los techos el viento repasa sus viejas tareas y advierte que mi nombre es un incendio que temprano ha de extinguirse.   Si escucharas el fuego de mi memoria, la ardiente canción de los astros que incendiaban la noche que más te amé. Mi sombra ha caído despacio desde entonces. No quiere despedirse del agua que festejaban tus manos, con la boca de todos los santos al unísono, con el viento quieto de mi corazón en tu corazón. Y me querías regalar tu mañana más hermosa, conmigo querías despertar una mañana y contemplar el cielo limpio sobre el cielo. Mas, tantas veces dormí contigo, tantas veces desperté con tu alma prendida a mi pecho, corriendo tantos ciervos en la noche desterrada, porque sabía las mareas subirían lo imposible y habrían de llevarte a desposar con mis desvelos. El agua traía las mañanas que tú amabas, y te besaba la frente, y esa agua contenía tu alma tan parecida a las nubes. Toda esa agua, es verdad, amada mía, era todas esas mañanas que despertaba contigo. Por las noches me despedía llorando con el canto de quien se queda y descansa en los valles más bellos: ahí entré tantas veces con el fuego de los dioses, para encontrar una pureza, un fuego más poderoso que el fuego de mis cansinas palabras.   Pero te has ido, tan ahora, tan lejos, y estás tan cerca como la estrella más sola, porque sigo encontrando en tus ojos las inquietudes perpetuas de mi viejo fantasma, que en el viento ronda tu casa y toca tus manos, y que en el viento te besa la boca, con el latido de estrellas, en el fulgor de tu espléndido corazón. Es que hallé la mañana prendida a la leche invisible de tus pechos, al suave amparo de tus piernas. Di en tu cuello con las palabras más delicadas, en tus manos con el color invisible del viento. Por eso sé que alguna vez, aunque diré ya no te amo, algo de mí te seguirá amando. Mi voz, una cadena de miedos, se queda en los estanques del bosque adonde quise llevarte a escuchar el triste arrullo: aquellos que se han ido y con quienes siempre hablo de ti. Perdona la sombra que encontrarás temblando entre tus sábanas, pues algo quedará latiendo infinitamente entre nosotros. En mi recuerdo habitará un color que sólo ha de pintarse de nuevo con tu boca, el ritmo de palabras que nacían heridas de muerte cuando yo entraba en tu alma. Perdona la sombra que en tu casa crece y crece, pues sólo he sido un árbol cansado de medrar en la piedra, un árbol cuya sombra amainaba en tu patio, y cuyas ciegas raíces ahora crecen bajo tu sueño. Así te llama mi corazón, mi sombra a menudo parte y se va a otros rincones, hacia otras calles más amargas. En la visión de la noche, así te llama mi corazón.      Para   mirar te miraba largamente, y de mis ojos salías tú misma a ver las estrellas, como arrepentida de encumbrar tanta belleza ante los astros. Ahora nada tengo sino el consuelo de saber que todos los colores que ya me huyen y se hacen espesos y entran en las mañanas, que todas las palabras que cayeron a tus pies, las que llevaban la sombra de una canción triste y el repicar cansado de estrellas y el movimiento de los planetas y los astros y el reino de los ángeles y los dioses, todo será nada aquel día que volvamos a encontrarnos: Será en la secreta casa de la noche y la muerte se estremecerá de vernos.   Como todos los días, nos tenderemos juntos a esperar la mañana.

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Christian Formoso (Punta Arenas, 1971)

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