LVIII
En Roma no hay tiempo para la poesía
Los apacibles retiros, Frontino, de la marina Ánxur y las cercanías de Bayas y la casa de la playa y el bosque del que no tienen conocimiento las insufribles cigarras en los ardores de Cáncer y las marismas del río, mientras los he frecuentado dedicaba mi tiempo a festejar contigo a las doctas piérides. Ahora la grandísima Roma nos tritura. ¿Cuándo tengo yo aquí un día mío? Me veo zarandeado en el mare mágnum de la ciudad y pierdo la vida en un trabajo estéril, mientras cuido unas desagradecidas yugadas de mi finca suburbana y un hogar vecino tuyo, venerable Quirino. Pero no solamente ama el que frecuenta los umbrales día y noche ni semejante pérdida [de tiempo] dice bien con un poeta. Por los para mí venerables ritos de las Musas, por todos los dioses te lo juro: incluso sin oficiosidades, te quiero.
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LIX
No me gustan los lectores exquisitos
Si la página está ocupada por un solo lema, te la saltas y te agradan los más breves, no los mejores. Tienes servida una opípara cena y montada a mercado completo, pero sólo te gusta lo exquisito. No necesito yo un lector demasiado goloso. Me gusta éste: el que sin pan no se queda harto.
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LXXXIX
No es obligado que los versos sean buenos
Obligas a tu convidado a componer versos bajo unas condiciones demasiado severas, Estela. “Evidentemente, está permitido escribirlos malos”
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XCIV
Dime en qué género literario no vas a escribir
Escribía yo una epopeya, te pusiste a escribir otra: la dejé, para que mi poema no pasara por émulo del tuyo. Se trasladó mi Talía a los coturnos trágicos, te pusiste tú también la túnica larga. Toqué las cuerdas de la lira, bien trabajadas por las Camenas calabresas, los plectros me los arrebatas —¡ambicioso!— nuevos. Me atrevo con la sátira, te empeñas en ser un Lucilio. Me entretengo componiendo ligeras elegías, tú también compones lo mismo. ¿Qué género puede haber más humilde? Comencé a escribir epigramas, hasta de aquí pretendes tú una palma que ya es mía. Elige lo que no quieras —pues, ¿qué pudor es quererlo todo?— y, si algo no lo quisieras, Tuca, déjalo para mí.
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XXI
Que mis versos los entienda todo el mundo
Escribir lo que a duras penas entendería el mismo Modesto y a duras penas Clarano, ¿qué placer, pregunto, Sexto, te produce? Tus libros necesitan no un lector, sino un Apolo. A juicio tuyo, Cinna fue más grande que Marón. Ojalá tus versos sean elogiados, ¡ea! Los míos, Sexto, que les gusten a los gramáticos, aunque sin gramáticos.
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LXX
¿Cuándo tengo tiempo para escribir?
Como apenas si sale un libro mío en todo un año, soy para ti, docto Potito, reo de dejadez. Pero, ¡cuánto más justo que te admires de que salga uno, cuando tantas veces se me pasan sin sentir los días enteros! Todavía de noche, visito a los amigos, que ni me devuelven los buenos días; felicito también a muchos, a mí, Potito, nadie. Ahora mi anillo sella en el templo de Diana, diosa de la luz, ahora me arrebata para ella la hora prima, ahora para ella, la quinta; ahora me retiene el cónsul o el pretor y su acompañamiento de regreso a casa; muchas veces hay que oír a un poeta todo un día. Pero es que tampoco se le puede decir que no impunemente a un abogado, ni a un rétor o a un gramático, si lo buscan a uno. Después de la hora décima, ya cansado, voy en busca de los baños y de mis cien cuadrantes. ¿Cuándo, Potito, se va a componer un libro?
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LXIX
Mejor vivir que gustarte
Admiras, Vacerra, solamente a los antiguos y no alabas más que a los poetas muertos. Perdona, te lo ruego, Vacerra: no vale la pena morir para gustarte.
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LXX
Nerva, poeta
Cuanto es el sosiego del apacible Nerva tanta es su elocuencia, pero la modestia reprime su energía y su talento. Pudiendo secar de una larga bocanada la sagrada fuente del Permeso, ha preferido que su sed fuera respetuosa, contento con ceñir sus sienes de poeta con una sencilla corona, y no dar alas a su fama. Pero, sin embargo, sabe que éste es el Tibulo de nuestro tiempo quien tenga conocimiento de los poemas del docto Nerón.
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LXXXI
Yo gusto a mis lectores
El lector y el oyente aprueban, Aulo, mis libritos; pero un don nadie de poeta niega que estén acabados. No me preocupa gran cosa, pues preferiría que los platos de mi cena gustasen a los convidados antes que a los cocineros.
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LXXXII
El ansia de no dejar nada
Tenía dicho un astrólogo que tú perecerías pronto, Muna, y, creo yo, no te lo había dicho mintiéndote. Y es que tú, por miedo a dejar algo después de tu hora fatal, has agotado dándote al vicio las riquezas paternas y tus dos millones de sestercios han volado en menos de un año. Dime, ¿no es esto, Muna, perecer pronto?
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III
Esos poemas sórdidos no son míos
Conversaciones propias de esclavos, asquerosas mordacidades, y repugnantes infamias propias de una lengua chismosa, que no querría comprarlas por una pajuela de azufre un tratante de vasos vatinianos rotos, las difunde cierto poeta amigo del anonimato y quiere que parezcan cosas mías. ¿Te crees esto, Prisco? ¿Que el loro hable con voz de codorniz y que Cano arda en deseos de ser un vulgar gaitero? Manténgase la fama negra lejos de mis libros, a los que una joya de rumor de alas blancas pone por las nubes. ¿Por qué voy yo a esforzarme con esa bajeza por ser conocido, cuando el silencio me puede salir gratis?
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II
Mi libro es un reflejo de la realidad de la vida
Fruncido entrecejo y frente severa del duro Catón e hija del labrador Fabricio y lujos enmascarados y regla de las costumbres y todo lo que no somos en nuestra vida privada, ¡fuera de aquí! Mirad, mis versos están gritando “¡vivan las Saturnales!: no sólo está permitido sino que bajo tu presidencia, Nerva, es un placer. Lectores severos, aprendeos de memoria al intrincado Santra. Nada tengo yo que ver con vosotros: este libro es mío.
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LXIII
Córdoba, haz callar a ese poeta que recita mis versos
Córdoba, más fecunda que el aceitoso Venafro y no menos perfecta que una tinaja de Istria, que superas a las ovejas del blanco Galeso, sin ser mendaz por ninguna concha ni humor, sino por tus rebaños teñidos con su color al natural, dile, te lo ruego, a tu poeta que tenga pudor y que no recite de balde mis libritos. Lo soportaría si lo hiciera un buen poeta, a quien yo pudiera causarle dolores a la recíproca. Un soltero pone los cuernos sin talión; un ciego no puede perder lo que arranca. No hay cosa peor que un ladrón desnudo, ni hay seguridad mayor que la de un mal poeta.
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CXCIV
Lucano
Hay algunos que dicen que yo no soy poeta; pero el librero que me vende piensa que sí.
Marco Valerio Marcial (Bílbilis, actual Calatayud, 40-104)
Versiones de José Guillén
Fuente
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