miércoles, 10 de octubre de 2018

arturo borda / el loco (fragmentos)













VII

Era en la ciudad agazapada en la serranía yerma, allá donde el inclemente hielo cala para siempre.

Pasaban los días y llegó Enero lluvioso.

Una tarde, no supe por qué, se habían reunido los universitarios y una centena de plebe inconsciente, en honor de la juventud de otro distrito de la República. Es incuestionable que debió haber sido muy bien intencionada la fiesta, por lo mismo que sus organizadores eran muchachos. No había, pues, por qué dudar. Pero tuve pena, como por toda esa laya de manifestaciones populares, en las que se trasluce fatalmente, tanto en el andar y en los vítores, como en los gestos, la malagana de los unos, la vergüenza o timidez de los otros, dando así un sarcástico realce al esforzado entusiasmo de los menos o sea de los organizadores, cuyo aparente entusiasmo con rictus de congoja, casi de despecho, por el fracaso numérico de la manifestación, que es por lo que se mide su valor, pero, claro, teniendo siempre en cuenta el censo. De tal manera, a medida que avanzaban, sin darme yo cuenta iba entusiasmándome, tanto que como entre sueños tuve ánimo de decirles:

Señores:

En nombre de la juventud...

Y como si ya efectivamente estuviese de orador, reflexiono que tal proceder sería muy divertido por implicar un avance zonzo, abrogándome una representación que nadie me la daba y que, por consiguiente, quedaba desautorizada desde ya, además de que no interesaba absolutamente a nadie; de manera que 

Señores:

Dilatando mi existencia en lo infinito de la esperanza en el porvenir, dignificado en la hornaza de los amplios sentires, cual es la unidad nacional, rindo mi sangre y mi ánimo a esta juventud noble y potente que va resuelta en el avance de cohesión y ventura por venir. 

Loor, pues, y mil veces loor a esta muchachada que no reconoce ya más lábaro político que su tricolor, reconcentrando, más bien, su odio irreconciliable en los enemigos de la armonía.

Benditas sean, pues, por siempre las potencias fatales de la hora que pasa, ya que espolonea el resurget anhelado, tan fuerte, tan honda y tan a conciencia, en su elemento más desinteresado, en la juventud estudiosa, en aquella edad que no sólo significa la esperanza, sino que es algo así como el ente de una condición ideal para la única política republicana aceptable, cual es el nacionalismo.

Pero aún hay algo más admirable y adorable en este ímpetu, aquello que es lo efectivamente necesario, aunque a largo plazo, y que se llama virtud, en fuerza de su tenacidad: el fermento de las ideas en los silencios meditabundos, ya que luego serán potencia en acción: los propulsores más recios del progreso.

Pensando decir así mientras pasaba la comitiva, y mientras mi fantasía había creado ya una multitud mil veces más que la efectiva, estuve con los ojos fijos en ninguna parte, contemplando cómo la muchachada de tierras de Levante gritaba el Levántate y Anda a la juventud de tierras de Oriente, y era tan potente su voz, que iba a semejanza del rugir de los leones a cuyos pies les faltase de pronto la tierra. Tan desesperado era su alerta. Luego crujiendo sus entrañas de hierro respondió el ejército, replegándose al pueblo, aunado con el cual en el más alto sentido de la abnegación, juraron en aras de las fronteras, olvidar por siempre aún el campanario, en aras de la patria grande. Y los ecos iban repitiendo: –Unidad Nacional– a modo de una plegaria, de generación en generación.

Después, henchido de gozo, vi que aquella juventud, huraña y altiva, rebelde a toda bajeza, enamorada de su libertad, y con ímpetus a remontarse al infinito, respirando grandeza en la faena de sembrar ideales, iba bregando en sus humildes quehaceres, arañando el sustento diario, soñando sin embargo en su futura gloria, mientras así, idealmente, pulverizaba con sus tacones a los azuzadores de los bajos instintos de la canalla que por el mendrugo del festín de un día intenta echar en la miseria el porvenir de toda una nación y acaso si de una raza.

Entre tanto había pasado el ensueño vigil. Entonces pude observar tranquilamente esa estupidez que debo tener por cerebro y por corazón, que se arrebatan por cualquiera tontería a la que al instante le atribuyo un significado y proporciones de una majestad a la que jamás llegará la idiotez e impotencia humana. Así que ahora estoy burlándome de mí mismo a mi entera satisfacción por la bobería de este inocente pasatiempo. 

***
Arturo Borda (La Paz, 1883-1953)

No hay comentarios.:

Publicar un comentario