jueves, 7 de septiembre de 2017

malú urriola / el viaje











Nada. Nada.

Dale a la nadada.

Mete la brazada.

Bébete el nopal y manda todo a la chingada.



Eugenia León y Liliana Felipe


Una tarde que comenzó otra vez a llegar la noche, convencí a mi hermana que nos fuéramos al mar, así librábamos a nuestras madres de nosotras. Pero no fundiríamos ninguna pena. Nos echaríamos a nadar, hasta encontrar otra orilla, otra punta de lápiz donde comenzar una nueva vida. Esta ya estaba demasiado trazada y  yo quería encontrar otras cosas, cosas nuevas, aunque mi hermana dejara en el pueblo a Tres Piernas.

Ella decía que nunca lo había amado. Pero no había día en que no mencionara su nombre. Toda la vida es un tiempo tan fugaz. Y el amor es cosa de locos. Fue así como la convencí.

A las 6: 45 estábamos mirando el sol dorar los picos de las montañas rocosas hasta que vimos venir el bus echando trumao desde Alcohuaz. Nos subimos con lo que traíamos puesto y bajamos en círculos hasta el pueblo, pasamos Monte Grande, la tumba, los jacarandás y los pimientos, Paihuano y el consultorio donde nos ungían con lindano.

Ya en la carretera mi corazón comienza a latir. Las curvas, codo a codo a la montaña, piedra preciosa de ocres y amarillos polvorientos. Abajo un mar verde de parrones interminables y unos lienzos negros de tejido plástico llamados atrapa nieblas.

Dicen que la niebla queda presa en esta cortina negra que engaña a la noche. Que cuando comienza a salir el sol dorando el torso de la montaña, la niebla apresada comienza a destilar convertida en agua y baja a la tierra curtida para colmar la sed de las parras.

El bus se detiene en cada pueblo.  Y suben y bajan los lugareños con sacos de las cosas más variadas.

Los perros mueven la cola al recibir a sus dueños, tras días de no verlos.

El camino sigue y mi corazón late más a prisa.

Soy a veces, inciertas veces, sentimiento a carne viva sin el más mínimo cartílago de razón.

Llegamos a la ciudad plagada de autos y ruido. Y los ojos de los lugareños nos golpean el pecho como una certera pedrada. Cuando sentí la pedrada comprendí las palabras de Tres Piernas.

Bajamos caminando hasta el Faro por el Parque de las Estatuas. Todas se parecían a nosotras. A algunas le faltaban los brazos,  la cabeza, o parte del cuerpo, derruidas por el tiempo y las gentes de la ciudad que todo destruyen.

Cuando llegamos al Faro y vimos que el mar era más inmenso de los que nos contaron nuestras madres, y más azul que el cielo, mi hermana se echó en la arena y yo caí a su lado por añadidura.

Luego de contemplar la magnitud del asunto que nos atañía,

vestidas, tal como estábamos, entramos.

El agua ha comenzado a entibiarse. La tubería del cielo ha estallado y resplandecen las gotas, cayendo directo contra estos ojos como una infinitud de lágrimas transparentes que se le habrán soltado a algún dios. Yo soy una baldosa blanca y negra y mi madre dice que dios no es uno. Por eso las lágrimas son tantas. Cuando la vida llora se dice lluvia.

Ya llega la noche. No hay estrellas, No.

Jamás aprendí a bracear.

No logro sostener el rostro bajo el agua y los brazos afuera al mismo tiempo. Aunque trate.

La desesperación que se anida secretamente, sale desbordada y entonces trago agua y toso.

Miramos las estrellas refulgir y apagarse y volver a refulgir, y
algo dentro se enciende y se apaga como si fuese besado fugaz por la
intermitente luz de un faro.

En mi rocoso corazón se golpean espumosos los recuerdos.

Todo huele a mar. Mi hermana y yo una ola.

Ni estos brazos, ni estas piernas logran concentrar un movimiento tan simple y monocorde.  Por eso dejamos que el agua nos lleve. Flotamos la mayor parte del tiempo.

Nuestro cuerpo es como un corcho abandonado a los requerimientos sensibles de las aguas.

Nada tan desconocido, tampoco. La vida en tierra también me hacia flotar como una hoja abandonada a los requerimientos de la vida. Sólo que yo la hallo hermosa. Sé que ocurren cosas implacables. Pero la hallo hermosa. 

Cuando le digo al viento que deje de soplar, el viento deja de soplar y el mar se aquieta. Entonces nos quedamos flotando a la deriva. Imaginando que somos la cabeza bicéfala del mar, cuyo cuerpo de agua infinita rebosa lejos de nuestros ojos.

Nada -dice mi hermana-

Y nado.

***
Malú Urriola (Santiago de Chile, 1967) Bracea. Santiago de Chile: LOM, 2007.


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