miércoles, 4 de mayo de 2022

francisca aguirre / tres poemas













Nadie sabe qué son

*

                    A Alejandra y Juan Carlos Mestre

Bajan, atravesando el firmamento,
vienen sin ser llamados.
Nadie sabe qué son ni a dónde pertenecen.
Descienden, mágicos y ajenos,
iluminan sin luz, cantan sin música.

Llegan, definitivamente llegan;
nos invaden
y algo que no entendemos sobreviene
quemándonos sin fuego.
De donde no sabemos, vuelven.
Traen en su aparecer, en su deshora,
la desazón profunda de lo incierto.
No calientan ni hielan,
sólo inquietan. Y huelen
como la luna sobre el mar. Cantan
como el color vibrante de las flores.
Nadie sabe qué son ni a dónde pertenecen,
pero la sangre se acelera,
la memoria tirita como un náufrago.

Bajan, atravesando el firmamento,
suben desde el abismo y la nostalgia,
iluminan sin luz, cantan sin música.
Dios mío, cantan, cómo cantan.

~

Late una vida eterna en los retratos

*

Late una vida eterna en los retratos.
Lo que no se cumplió, allí tiene su espacio,
su futuro imposible, su triunfo sorprendente.
A veces nos asombra el discurrir del tiempo en una cartulina,
el latido que vibra en esa superficie;
duele la vida que tuvo movimiento,
un sorprendente y raro movimiento que sin porqué
destila un vago aroma de proyecto inconcluso,
de tímido boceto restaurado.
Pero allí está
mirándonos desde la antigua cartulina
desde algún sitio permanente
apartando la niebla que ha ido depositando el tiempo.

Y entonces somos por siempre
el temblor de los rostros que nos miran,
la superficie tersa del estanque que no está
y el dorado crepúsculo que tiñe
las hojas de los árboles.

El allí y el aquí corren despacio,
hacia el puente que nunca cruzaremos.

De vez en cuando llueve en los retratos.

~

El último mohicano

*

            A mi madre

No tuve nada y, sin embargo, de algún modo,
comprendo que lo tuve todo.
Ne teníamos nada, nada
salvo el miedo, el dolor,
el estupor que produce la muerte.

Cuando mataron a mi padre
nos quedamos en esa zona da vacío
que va de la vida a la muerte,
dentro de esa burbuja última que lanzan los ahogados,
come si todo el aire del mundo se hubiese agotando de repente.
Ahí nos quedamos,
come peces em una pecera sin agua,
come los atónitos visitantes de un planeta vacío.

Nada teníamos,
aunque también es cierto que ya nada queríamos.
Recuerdo bien que a mi hermana Susy y a mí
nos dieron la noticia en el cuarto de aseo
de aquel colegio para hijas de presos políticos.
Había un espejo enorme
y yo vi la palabra muerte crecer dentro de aquel espejo
hasta salirse de él
y alojarse en los ojos de mi hermana
come un vapor letal y pestilente.
Nada ha logrado hacerme olvidar aquellos ojos,
salvo algunas horas de amor
en que Félix y yo éramos des huérfanos,
y el rostro milagroso de mi hija.
Y nada más tuvimos
durante mucho tempo.
Pero mamá tuvo menos que nadie.
Mamá quedó come un espejo sin azogue.
Lo perdió todo
salvo un hilo delgado que la unía a nosotras,
y por aquel inconcebible puente
– come tres hormiguitas –
íbamos y veníamos a su estatua de vidrio
restituyéndole en azogue.
Volvió a nosotras desde el país del hielo
y volvió tan absolutamente
que gracias a ella, nosotras, que nada teníamos
lo tuvimos todo.
Mamá fue nuestro Espasa,
fue nuestro Guerrero del Antifaz,
el País de las Hadas,
la abundancia dentro la miseria,
nuestro mejor amigo,
nuestro escudo contra los moros,
la enamorada de las bellas artes,
la que hizo posible que papá no muriera,
la que lo fue resucitando en cada uno de sus cuadros.
Mamá fue quien nos dijo que mi padre admiraba a los griegos,
que adoraba los libros,
que no podía vivir sin la música
y que fue amigo de Unamuno.

Cierro que no tuvimos nada,
que muchas veces nos faltaba todo.
Pero aunque algunos días no comimos,
tuvimos una radio para oír a Beethoven,
y un día de Reyes de mil novecientos cuarenta y cuatro
mamá y los tíos fueron al Rastro:
nos compraron tres libros:
La cuesta encantada, Nómadas del Norte
y El último Mohicano
Dios sabe cuántas veces habré leído esos libros.
Mamá nos trajo El último Mohicano
y de la mano de ese indio solitario
entramos en el mundo de lo maravilloso
y lo tuvimos todo para siempre.

Y ya nadie podrá quitárnoslo.

***
Francisca Aguirre (Alicante, 1930-Madrid, 2019)

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