lunes, 26 de noviembre de 2018

osvaldo lamborghini / soré, resoré









I

Hay que cuidar la relación del doble con el cuerpo.
Tantos, por perder el doble
sin nada se quedaron, como la intención
de decir, o con esa intención.
Precisamente y vaga,
que nada hubiera fuera de eso,
de ese ras ras:
quitado el doble nada.
¿Caminaría yo por esas arenas de ardor?
Si no supiera de antemano
que hay una boca y que hay un jarro.
Esperando. Indiferentes. A quien llegue
o se eluda ad hoc. Señalando.
Señalando su distancia. Indiferencia,
fuera de todo teatro
acrado.
¿Caminaría yo?
Por esas arenas de ardor.
Hay que cuidar, es preciso.
Que el doble (él)
a cada rato venga con su certificado de presencia.
¡Yo he conocido mujeres
ya entontecidas de parir!
Cuidar incluso que esté en el ahijuna, en breve.
Sin desesperaciones por el gasto,
hasta cuidar incluso el gesto:
el terror nace, pare cuando se pega un salto violento
hacia atrás y él, doble, no está
(¡oh, te quiero ver!).
En Roma,
en el templete circular de Hermes Chano,
adoraban el ovo de la magnolia
el bien rallado sobre un vientre de mujer.
El doble (él) era un rayo de luz sangre,
púrpura se decía: “Un rayo luz
púrpura sangre”. Generalmente,
las máscaras consiguientes se ausentaban
para que él, doble, produjera intente
su laxo andar sobre la cal del muro.
Y sólo sobre la cal.
Y sólo sobre la cal.
Sobre la magra película cal.
Caminaba y acre,
y las máscaras yacían, pero no donde yo yazgo
sino refundidas como yo
sin el salto prudencial del rasgo
y en tanto el pincel, el pincel,
untado de azul
traza un color.
¿Caminaría yo por un César que me descabezara?
Se entiende que el rayo se efuminaba
tras la cal, sobre la cal
mas sin tallar el muro
ni atraparse para efigie del clam.
Yo lo he visto entre clavos de orgasmo.
Olor. Investidura.

II

Soré y Resoré, divinidades clancas de la llanura,
como vientos opuestos o en otro decir, encontrados,
otrora se posesionaban por entero de la atmósfera
y le imprimían su cadencia
(que ellas también como tejer
por tejer su brisa se les daba:
alguna vez la palabra erradicar).
Eran, Soré y Resoré, divinidades. Allá, oh allá,
como una sola copla andaban
gratoneando casi en un plano de delito,
entre ellas remirándose.
Y poseían el rallo.
Orei, no cabe la nostalgia.
Pero entonces cabe y entonces, vamos,
qué duda cabe.
Es un hueco en la esfera no del entendimiento.
Es un hueco.
Orei haría
haría,
falta toda una ciencia de suplir
que no tenemos, o tengamos. O un arte,
que tenemos, o.
Yo no he adivinado aún,
al menos,
las estatuas de Soré y Resoré,
Orei:
de la llanura clancas divinidades.
Están con sus compadres, los ecos.
Viven la vida intensa y eterna de las ratas
pero en una esfera externa donde la caña,
la pulpa misma del concepto
vanamente tratado de omitir,
nubla la mirada y añuda
a cada griego con su sabra
—no saber, ¡tan caray!—
y a cada orador con algo, con un halo.
Orei, ¿adivinar las estatuas,
los erigidos monumentos?
Pero dónde y cómo, mi amigo (sin nostalgia).
¡Si ésta es una llanura de lo más llana!
Si es el mesmo concepto desenrollado
como un despliego de la pulpa mesma
sin ninguna clase de prominencias.
Oh no, Orei:
“Naides es más que naides”.
Y nada se avizora,
a fuer de un comentario de barbijo.
Ni siquiera la llanura llana.
Idolillos que se van contaminados
y cunde el escenario
Y ahora el viento
Y ahora un dibujo guanaco
Para escupir la cara
Y ahora un heraldo mensajero amante enviado
a la ciudad de los patentes muros
(más paja aún que adobes),
descubre que soy nadie y no naides
o menos ni menos que naides.
Así andaba la cosa en el momento de poner
cuando al fin comprendía a mis compadres.
Estaba el hombre tras la reja del bar
con la tranquila copa en la mano.
Bebía seguramente su caña o su durazno y acrado
se partía en el lacre de un envío seguro,
seguro sin reenvío posible:
pero él era, o al menos estaba.
Y en la esfera no del entendimiento,
sin recordar bien (y menos pensar)
me acerqué con paso calmo,
intentando a lo sumo yo
entrenarme en los andares laxos:
ver y a ver
si podía revertirme, con un movimiento inverso,
en la misma condición del rallo.
Gritó
“¡Rayo!” acentuándolo. Y fuese
fuese redundante tras la bruma de la caña
(jamás he visto tan tranquilos pasos),
o disimulado por la sombra mal habida del durazno.
Y ésta es la reja del entrechocar:
lo mesmo.

***
Osvaldo Lamborghini (Buenos Aires, 1940-Barcelona, 1985)

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