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El 11 de diciembre de 2025, la comparecencia infinita terminó su fase de actualizaciones diarias. Agradecemos a todxs lxs lectorxs e colaboradorxs. Sin su apoyo no habría seguido adelante este proyecto que nació en abril de 2017 y que vivió un período de inactividad desde el 12 de diciembre de 2018 hasta el 10 de febrero de 2020. Este año homenajeamos también a Jorge Aulicino, escritor y poeta argentino que nos ha dejado el pasado julio, sin el cual no habríamos llegado al formato de actualizaciones diarias. La siguiente fase de la comparecencia infinita será de actualizaciones inusitadas, destellos e intermitencias en la bandeja de correo de cientos de suscriptorxs y de miles de lectorxs. A lxs colaboradorxs pedimos que sigan enviando material, será, como siempre, bien recibido. Volveremos, pero a pequeñas dosis esporádicas. Hasta cuando sea, gracias totales.

martes, 5 de agosto de 2025

elizabeth bishop / en la sala de espera













En Worcester, Massachusetts
acompañé a la tía Consuelo
a su cita con el dentista
y me senté para esperarla
en la sala de espera.
Era invierno. Oscureció
temprano. La sala de espera
estaba llena de gente grande,
botas impermeables y sobretodos,
lámparas y revistas.
Mi tía estuvo adentro,
me pareció, mucho tiempo,
y mientras esperaba leía
una Nacional Geographic
(sabía leer) y cuidadosamente
estudiaba las fotos:
el interior de un volcán,
negro, lleno de cenizas;
que luego se desbordaba
en arroyos de fuego.
Osa y Martin Johnson
vestidos con pantalones de montar,
botas con cordones y cascos.
Un hombre muerto colgando de un poste
–“Cerdo largo”, decía el epígrafe.
Bebés con cabezas puntiagudas
envueltas con cuerdas;
mujeres negras y desnudas de cuellos
enroscados con alambre
como los cuellos de las bombitas de luz.
Sus tetas eran horribles.
La leí entera. Era muy tímida
como para detenerme.
Y después miré la tapa:
los márgenes amarillos, la fecha.
De repente, desde adentro,
escuché un ay! de dolor
–la voz de tía Consuelo–
no muy fuerte ni muy largo.
No me sorprendió para nada;
ya sabía que era una mujer
tímida y tonta.
Podría haberme sentido avergonzada,
pero no fue así. Lo que sí me sorprendió
fue que en realidad era yo:
mi voz, mi boca.
Casi sin pensarlo
yo era mi tía boba,
yo –las dos– estábamos cayendo, cayendo,
nuestros ojos pegados a la tapa
de la National Geographic,
Febrero, 1918.
Me dije a mí misma: en tres días
vas a tener siete años.
Lo decía para detener
la sensación de estar cayendo
del mundo redondo y girando
en un espacio frío y negro azulado.
Pero sentí: vos sos un yo,
sos una Elizabeth,
sos una de ellos.
¿Por qué tendrías que ser una también?
Apenas me atreví a mirar
para ver qué era lo que yo era.
Eché una ojeada
–no podía mirar más arriba–
a las rodillas grises,
pantalones, camisas y botas
y diferentes pares de manos
que estaban bajo las lámparas.
Sabía que nada más extraño
me había pasado nunca, que nada
más raro iba a sucederme jamás.
¿Por qué yo sería mi tía
o yo, o cualquier otro?
¿Qué similitudes
botas, manos, la voz familiar
que sentí en la garganta, o incluso
la Nacional Geographic
y esas horribles tetas colgantes,
nos sostenían unidos
o hacían de nosotros sólo uno?
Qué –no sabía ninguna palabra
para expresarlo– qué “absurdo”…
¿Cómo es que yo estaba acá,
como ellos, y escuché
ese grito de dolor que podría haber sido
más fuerte y peor pero no lo fue?
La sala de espera estaba muy iluminada
y hacía mucho calor. Se deslizaba
bajo una ola enorme y negra,
otra y otra más.
Después volví al mismo lugar.
Estábamos en guerra. Afuera,
en Worcester, Massachusetts,
era de noche, había nieve derretida y hacía frío
y todavía era el cinco
de febrero de 1918.

***
Elizabeth Bishop (Worcester, 1911-Boston, 1979)
Versión de Laura Crespi

/

In The Waiting Room

*

In Worcester, Massachusetts,
I went with Aunt Consuelo
to keep her dentist’s appointment
and sat and waited for her
in the dentist’s waiting room.
It was winter. It got dark
early. The waiting room
was full of grown-up people,
arctics and overcoats,
lamps and magazines.
My aunt was inside
what seemed like a long time
and while I waited I read
the National Geographic
(I could read) and carefully
studied the photographs:
the inside of a volcano,
black, and full of ashes;
then it was spilling over
in rivulets of fire.
Osa and Martin Johnson
dressed in riding breeches,
laced boots, and pith helmets.
A dead man slung on a pole
—“Long Pig,” the caption said.
Babies with pointed heads
wound round and round with string;
black, naked women with necks
wound round and round with wire
like the necks of light bulbs.
Their breasts were horrifying.
I read it right straight through.
I was too shy to stop.
And then I looked at the cover:
the yellow margins, the date.
Suddenly, from inside,
came an oh! of pain
—Aunt Consuelo’s voice—
not very loud or long.
I wasn’t at all surprised;
even then I knew she was
a foolish, timid woman.
I might have been embarrassed,
but wasn’t. What took me
completely by surprise
was that it was me:
my voice, in my mouth.
Without thinking at all
I was my foolish aunt,
I—we—were falling, falling,
our eyes glued to the cover
of the National Geographic,
February, 1918.

I said to myself: three days
and you’ll be seven years old.
I was saying it to stop
the sensation of falling off
the round, turning world.
into cold, blue-black space.
But I felt: you are an I,
you are an Elizabeth,
you are one of them.
Why should you be one, too?
I scarcely dared to look
to see what it was I was.
I gave a sidelong glance
—I couldn’t look any higher—
at shadowy gray knees,
trousers and skirts and boots
and different pairs of hands
lying under the lamps.
I knew that nothing stranger
had ever happened, that nothing
stranger could ever happen.

Why should I be my aunt,
or me, or anyone?
What similarities—
boots, hands, the family voice
I felt in my throat, or even
the National Geographic
and those awful hanging breasts—
held us all together
or made us all just one?
How—I didn’t know any
word for it—how “unlikely”. . .
How had I come to be here,
like them, and overhear
a cry of pain that could have
got loud and worse but hadn’t?

The waiting room was bright
and too hot. It was sliding
beneath a big black wave,
another, and another.

Then I was back in it.
The War was on. Outside,
in Worcester, Massachusetts,
were night and slush and cold,
and it was still the fifth
of February, 1918.

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