Charles Horman, escritor y cineasta norteamericano asesinado en Chile
a días del Golpe y cuya historia inspiraría la película Missing, dejara
un puñado de inéditos poemas de paso por Santiago — algunos de ellos
hechos públicos por familiares y amigos en los últimos años. Se trata
de escrituras con un marcado aire referencial, que incluyen más de una
premonitoria huella con respecto a su muerte. (Hace solo unas semanas,
el juez que investiga el caso desde hace más de una década emitiera un
fallo de primera instancia que, cabe lamentar, no tiene pies ni cabeza [2]).
En otra ocasión nos hemos referido a “Bajando en micro por Providencia”
(On the bus down Providencia), donde hay nutridas remisiones a marchas
de Patria y Libertad –en Providencia, precisamente– así como a marchas
de la Unidad Popular en el centro. La agitación de la hora es nítida, al punto
que en un para nada ingenuo anticipador pasaje el poema (se) pregunta:
“¿Cuántos morirán en Chile cuando / comience la Marcha de los Muertos?
¿Y adónde tal marcha conducirá? (And where will the march lead?)”. Poco
después, en alusión a las fuerzas políticas que por esos tiempos apelaban
a armar al pueblo (careciendo de armas, pero), el poema confidencia: “De
secretos lleno vino esta mañana / Pablo, su bigote erizado como bayoneta
y sus axilas cargadas de metrallas metafísicas [metaphysical machine guns].
Quien fuera ese “Pablo” de bigote alzado [moustache bristling] es cosa que
ha de permanecer abierta, aunque uno de los candidatos favoritos fuera
su amigo Pablo de la Barra, cineasta con estudios dramáticos en Berkeley
y que, habiendo sido detenido tras el Golpe y luego exiliado a fines del 73,
mora hoy en Caracas. Con el apoyo de De la Barra en Chile Films, Horman
y Joyce, su compañera, trabajaran en una cinta animada “para niños de todas
las edades” (The Sunshine Grabber), alegoría de las relaciones entre Estados
Unidos y Latinoamérica en los páramos de la fría guerra. De la Barra, para el
11 se aprestara a filmar las últimas escenas de Queridos compañeros, ficción
acerca de la historia generacional del MIR (su hermano Alejandro, cientista
político y militante del MIR, habrá sido crudamente asesinado por agentes
de la DINA a fines de 1974 a pasos de la plaza Pedro de Valdivia, y su padre,
el dramaturgo y Premio Nacional Pedro de la Barra, moriría en el exilio el 77).
Sin asco, a fines de septiembre del 73, cuando Joyce buscaba a su marido,
se le acercó un militar en retiro quien le dijo que amigos de Nueva York
le habían pedido que hiciera todo lo posible por ayudarla en la búsqueda;
se trataba del general Camilo Valenzuela, uno de los principales instigadores
del asesinato del general Schneider, junto a la CIA. Valenzuela le dijo a Joyce
puras mentiras (que Horman había huido al sur de Chile) y al agregado militar
norteamericano le confidenció que Horman trabajaba para “un conocido ex-
tremista comunista” (sic), Pablo de la Barra. He aquí el bigote de la época:
II
En julio de 1973, poco antes de viajar a Nueva York a visitar a sus padres
y amigos (durante el verano boreal, en agosto), Charles Horman escribiera
otro singular y por momentos intraducible poema, en que articula la visión
de estar siendo registrado e interrogado por “ellos”, tales anónimos agentes.
Aunque el motivo de la redada entrevista parece fantástico a primera vista
(el hablante y su amigo David estarían siendo investigados por, literalmente,
“guardar cerebros” [holding brains], esto es, tener mollera alias inteligencia),
lo menos que puede decirse es que a dos meses de ser arrestado en su casa
de Vicuña Mackenna nº 4126 la tarde del 17 de septiembre del 73, Charles
Horman se sentía ya perseguido. ¿A qué, a quiénes temía? El poema se llama
Brain Bust at David’s. ¿Cómo traducir? Pongamos por caso: “Cerebral redada
en casa de David”. Comienza: “Por estos días te pueden dar diez años o más
si tienes mollera. / Con apenas medio kilo te toman ya por un dealer.
Solíamos hablar de ello: / ¿qué haríamos si alguna día vinieran? [what
we would do, if they ever came]”. Como si tener cabeza o cacumen fuera
delito análogo a la posesión de droga dura. Como si “tener” inteligencia
sacara de sus casillas a los servicios de inteligencia. Como si la búsqueda
de “información” a parte alguna condujera: “Le pusieron luz en los ojos…
Tenían unas preguntas que hacerle. / ¿Qué da 2 x 2?, le emparrillaran.
¿Quién es el presidente? / Dónde queda China? / ¿Cuál resultado fuera?
David los miraba y entre parpadeos respondiera: ! ! ! / Lo golpearon sin
mucho entusiasmo por un rato. No lo ficharon, pero [They didn’t book him]”.
El poema, reiteramos, viene fechado: (Santiago, July). ¿Quién fuera David?
Y, sobre todo, ¿qué alegorizaran ahí tal persecución y tal mollera [brains]?
III
Tal como viene consignado en el libro The Execution of Charles Horman. An
American Sacrifice (Nueva York, 1978), en los meses previos al Golpe
Charles Horman sospechara que su correspondencia estaba siendo abierta.
¿Simple angustia íntima? ¿Simple paranoia de poeta? Entre mayo y junio
del 73, el jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional, el almirante Patricio
Carvajal —consumado golpista—, ordenó una investigación de inteligencia
sobre “los extremistas extranjeros” que trabajaban en Chile Films; el jefe
del Departamento II (inteligencia) del EMDN era a la fecha otro marino, el
mismo que el 9 de septiembre fue con el almirante Huidobro a convencer
a Pinochet, etcétera (todo esto lo cuenta el propio Carvajal en sus apuradas
memorias: Téngase presente, Santiago, 1993, p. 182). Como el inspector “G”
en la Carta robada de Poe, el juez que lleva la causa en Chile jamás advirtiera
la carta pública del almirante, que retoma por demás otra lanzada en privado
en 1983, en el Instituto de Ciencia Política de la U. de Chile. Suma para la
raya: a diferencia de los militares, los marinos no pueden sino documentar
sus crímenes (Merino, como
aquí puede olerse, hizo aun firmar al reverso).
IV
¿Quién fuera David, el amigo, en tal “Cerebral redada”?, preguntáramos.
Richard Fagen, de la U. de Stanford y profesor invitado de la FLACSO en
Santiago, quien dejó Chile en ¡julio! de 1973, poco antes contratara como
traductores a Charles Horman y a David Hathaway (este último, también
estudiante norteamericano detenido tras el Golpe, pero que lograra salir
del Estadio Nacional el 26 de septiembre). En carta abierta al presidente
de la Comisión de Relaciones Internacionales del senado norteamericano,
el 8 de octubre de 1973, Fagen no solo testimonia sobre cómo funcionarios
de la embajada de EEUU en Santiago hablaban pestes de los jóvenes gringos
que simpatizaban con la Unidad Popular sino cómo un funcionario de carrera
le confidenciara que la embajada estaba copada por agentes de inteligencia
aun en los puestos más inverosímiles. En otra ocasión, Fagen recordaría que
un agente de la embajada lo invitó derechamente en 1973 a convertirse
en informante de la CIA, en relación a sus estudiantes y a los amigos de estos,
pues —adujo— la “Agencia” había penetrado a todos los partidos menos
al MIR en Chile. Raya para la raya: a diferencia de El misterio de Marie Rogêt
en el que Poe pretende haber resuelto un crimen “real” con su par “ficticio”
(en ambos el criminal es un “Naval officer”), aquí además la CIA metió la cola.
Si decimos que habrá sido el odio a la poesía el que ejecutó a Horman, acaso
no lo creerías. Desayúnate, caro lector, lectora cara: la misma CIA, en archivos
que puedes leer en
su sitio web, prescribe que sus agentes no escriban poesía [3].
Poesía, lo imposible viniendo a la inscripción (Celan): no lo que tú te imaginas.
[1] Una versión preliminar, titulada “El otro poema de Charles Horman”, fue publicada en www.eldesconcierto.cl el 20 de febrero de 2015.
[2] Lamentablemente, reiteramos, el dictamen de primera instancia del juez Jorge Zepeda flaquea en tres cruciales puntos.
Afirma, por una parte, que “la decisión de dar muerte a Charles Horman Lazar se dispone por el Departamento II [inteligencia] del Estado Mayor de la Defensa Nacional” (p. 164), encabezado a la sazón por el capitán de navío Ariel González Cornejo, uno de los inculpados en la querella presentada por Joyce Horman — pero que, inexplicablemente, el juez lo deja libre de polvo y paja (no lo encausa ni siquiera como encubridor o cómplice). Por otra parte, le imputa la parte “operativa” del crimen al futuro subjefe de la DINA, el entonces mayor de Ejército Pedro Espinoza Bravo (que actualmente tiene condenas por más de 100 años, en Punta Peuco), sin lograr acreditar su presencia en el supuesto “lugar del crimen”, el Estadio Nacional, sin embargo; ninguno de los miles detenidos que pasaron por el Estadio ha testimoniado (y en el proceso se recogieron decenas de tales testimonios) haber visto u oído hablar de Espinoza Bravo (en cambio sí de Jorge Espinoza Ulloa, coronel de ejército a cargo del Estadio). El juez le termina dando crédito en total —algo apresuradamente por decir lo menos— a la versión de un testigo anónimo recogida en un archivo desclasificado por el Departamento de Estado en 1999 (p. 210): el de un militar retirado que en marzo de 1987 se acercó a la embajada norteamericana en Santiago para declarar, a cambio de una visa a los EEUU y de algo de dinero, que el asesino de Horman había sido Espinoza Bravo, versión que los mismos agentes de inteligencia norteamericanos en esa ocasión cuestionaron. La versión del testigo anónimo (su nombre en el archivo permanece hasta hoy tachado) no deja de ser una pieza interesante, pero a ratos francamente inverosímil. Además está llena de contradicciones, como cuando indica que Horman fue detenido en una inspección de rutina, pero, un poco más adelante, asegura que fue detenido gracias a información de inteligencia suministrada por el entonces (1987) director de la CNI, el general Hugo Salas Wenzel, quien para la época se encontraba en plena cacería de la plana mayor del FPMR (y dos meses después acometería la llamada Matanza de Corpus Christi). En tercer lugar, el juez realiza una amalgama apresurada entre el crimen de Horman y el de Frank Teruggi, el otro estudiante norteamericano asesinado tras el Golpe: ambos crímenes se los atribuye al mismo autor, argumentando que el “actuar” de Teruggi también giraba en torno a Chile Films. Pero Teruggi jamás tuvo nada que ver con Chile Films y Joyce Horman declaró que, aunque ambos colaboraron con la revista FIN (al igual que David Hathaway, Steve Volk y otros), su esposo ni siquiera llegó a conocer a Teruggi. La siguiente cita del fallo muestra lo forzado de la amalgama: “Pero Octavio Espinoza Bravo [sic], esto es, el General Nicanor Díaz Estrada, debía ser detenido todo el personal de extranjeros [sic]. A la vez, el actuar de la segunda víctima, el ciudadano de los EE.UU. Krank [sic] Teruggi Bombatch, al igual que el ofendido Charles Horman Lazar, gira también en torno a Chile Films” (p. 203). Si los crímenes de Horman y de Teruggi corresponden a una misma “mano” es algo que aún está por establecerse (de Teruggi se sabe hoy que existían informes del FBI de 1972 que lo calificaban de “subversivo”, y que probablemente fueron transmitidos al servicio de inteligencia de la Armada chilena ya antes del Golpe; de Horman no se ha encontrado —o no se ha hecho publico— nada parecido).
Tal vez el juez Zepeda, que en otras ocasiones ha sido duramente criticado en investigaciones de violaciones a los derechos humanos incluso por la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, no habrá dejado de hacer esta vez su mejor esfuerzo. Pero. Su dictamen así como la “reconstitución de los hechos” difícilmente dejará conforme a los familiares de Charles Horman y a la sociedad chilena en general. De hecho, tras el fallo, junto con alegrarse de que luego de 14 años de investigación la justicia chilena se estuviera “moviendo”, Joyce Horman ha declarado tan escueta como discretamente: “Hay lagunas aún en la investigación que, sabemos, tienen que ser resueltas [that we know need to be filled]”. Por su parte, Peter Kornbluh, miembro de la Charles Horman Truth Foundation, y que con anterioridad se había mostrado escéptico con respecto a las pruebas existentes para inculpar a Espinoza Bravo como para establecer el rol de la inteligencia norteamericana en el crimen, planteó: “Hay justicia legal y hay veredicto histórico. A las familias de las víctimas les hubiera gustado más conclusividad en ambos fines [would have wanted more closure on both ends]”. (Ambos en Fox New, 30.01.2015).
[3] La ideología de la CIA siempre habrá sido la de (una metafísica de) la “información”, lo más lejano a una escritura poética. Por caso, Sherman Kent, un histórico gurú de la CIA en materia de intelligence analysis, establece una oposición simple entre matemáticos y poetas, condenando a estos últimos por su ambigüedad, diseminación y —al cabo— descontrol del sentido: “Huelga decir que mis esfuerzos por estandarizar el vocabulario de palabras evaluativas no cumplió con la aprobación universal. Mis principales adversarios [principal adversaries] eran aquellos a los que me he referido como poetas” (Cf. Sh. Kent, “The Aesthetic Opposition”, 1964, in Collected Essays, 1994).