Anuncio

El 11 de diciembre de 2025, la comparecencia infinita terminó su fase de actualizaciones diarias. Agradecemos a todxs lxs lectorxs e colaboradorxs. Sin su apoyo no habría seguido adelante este proyecto que nació en abril de 2017 y que vivió un período de inactividad desde el 12 de diciembre de 2018 hasta el 10 de febrero de 2020. Este año homenajeamos también a Jorge Aulicino, escritor y poeta argentino que nos ha dejado el pasado julio, sin el cual no habríamos llegado al formato de actualizaciones diarias. La siguiente fase de la comparecencia infinita será de actualizaciones inusitadas, destellos e intermitencias en la bandeja de correo de cientos de suscriptorxs y de miles de lectorxs. A lxs colaboradorxs pedimos que sigan enviando material, será, como siempre, bien recibido. Volveremos, pero a pequeñas dosis esporádicas. Hasta cuando sea, gracias totales.

sábado, 1 de octubre de 2022

nikos kazantzakis / alejandro magno













En la crespa cabeza de Nicea
el rojizo gusano de la muerte de abre,
y ciego y mudo en su cuerpo diáfano
envuelve mozas, jóvenes y abajo
destila el alma lenta y hondamente
en su vientre sin fondo hez ligera.
Y erguido en las troneras esta noche,
en las barrosas, densas agua del Éufrates,
de la inmortalidad en favorable abrazo,
mira expirar al que-domina-al-mundo.
Lloran y gimen los veteranos en los patios.
A la brisa fragante del crepúsculo
las galeras reales en el puerto, las
rodamundas, macedonias águilas
y corceles, mujeres, centinelas
loran, miran arriba la ventana.
A los oscuros dioses de la tierra
ofrenda, se ha doblado su cabeza,
esa su rubia cabeza sagrada,
y la inmortalidad, viuda, acaríciala.
Y en el vértigo de la desesperación
Asia golpea su moreno pecho
tan grande, y doblado un cirio tiene.
Silente e inclinada en la lanza erguida,
despides a tu hijo para siempre, ¡oh hijo!
Y el joven, pálido en el lecho de oro,
heliotropo sin sol – rinde el espíritu.
Montes, castillos, tierras, ríos, hombres,
- vestigio de un sueño, rocío en el cabello –
la feroz caminata por los llanos.
Y en torno de sus sienes laureadas
sopló la brisa leve de Caronte
y todo al punto desapareció
del infinito en el oscuro embudo.
Una blanca paloma de-huesos-de-nube
con su mensaje de aire se esfumó;
hálitos de perfume y una cesta
de azules medicinas fue olvidada.
Ya ha anochecido y silbó el pastor
y al abismo rodaron las pasiones.
El gran cuerpo alivióse, y el espíritu de-garras-aquilinas,
cual tortuga a la tierra desde lo alto
desde las nubes del engaño suéltala
muellemente en medio del combate
del tiempo mal-preñado, y se acaba.
La vida en vano, adornada gorgona
en los piélagos glaucos, engañosos,
- turgentes pechos, sueltos los cabellos,
- cuelgas de falos, dioses en su pecho –
ríe y lo llama otra vez a su seno.
Sobre el hermoso cuerpo inanimado
el conductor sus alas aquilinas
despegó de la tumba de la carne,
las extendió para partir anocheciendo.
De la envoltura efímera despídese
- aún un débil hálito lo envuelve
y una ligera embriaguez seductora.
“Adiós, adiós!” Y de la vida en el relámpago
presuroso el espíritu se esfuerza
por libar, como miel preciosa y densa,
las más grandes, profundas alegrías
que el vivir le entregó: incursiones sangrientas,
vértigos bulliciosos; cual granadas
estallan y se funden fortalezas;
en sangre las helénicas Niceas
de crespo pelo chapotean
y sin cinto lo abraza la Fortuna.
Anillos de humo azul todas las cosas:
pasan, se borran, sólo en la memoria
un pequeño recuerdo, mi Dios, ancla.
¿Dónde marchaba en la quemante plata
del desierto, y qué oso perseguía,
o era un rey o era feroz fiera
la inmortal agua en esa arena estéril?
Se moría de sed, dicen, y oía
hormiguear la corteza de la tierra.
Ya lo envolvía la dulzura de Caronte,
cuando dos higos frescos y dulcísimos
ve en una vieja higuera, en un barranco.
Y al cogerlos volvió a sentir correr
cual agua fría en laderas heladas
pura su juventud entre sus venas.
Pues aun en los vértigos de muerte
con feroz dicha lo recuerda el cuerpo.
Y otra vez, en solitarios soles,
- ¿acaso fuera un sueño? -, en una barca
tal vez de oro, remos de marfil,
paseaba quedo por sombríos parques,
la interior fuente de la dicha abrióse,
su corazón se desbordó: sus ojos
cierra veloz – no vaya a enloquecerse.
Muchos corceles relinchaban en la orilla,
turbas ondeaban como espigas densas
y etéreos palacios tremolaban
cual en sueño. Quizás cuento engañoso
pudiera ser o acaso ensueño malo,
y de un instante a otro va a cantar
de la alborada el ave rojiza.
Mas de improviso, ¡gran dicha!, la proa
entre fragantes plantas se internó
y así que hubo soplado la olorosa brisa,
temblaron ávidas del joven las narices.
De todos los botines de la guerra
esta fragancia sólo le quedó
y ahora vino fiel del viento en alas.
Clama “¡Auxilio!” el mozo agonizante,
pues, ay, mayor botín lo que anhelaba
oculta y hondamente en su recuerdo.
Mas en la horrible flecha de la muerte
bravuras dispersáronse y quedaron
sólo aromas y frutos en su pecho.
“Me ahogo”, gime, “no soporto ya el dolor.
Por las callejas vagaría yo, ¡ay de mí!
cual poetastro – desfallezco de vergüenza,
¡y sin pudicia alguna ejercería
de bufón para chanzas, y los ricos
que me echen a lamer las escudillas!”
Trata de oír, doblado sobre el pecho:
“De mis entrañas siento en lo profundo
un grande ejército y un feroz ataque!”
Con rabia aprieta el poderoso puño
hallar tratando en la negra escarcha
su anhelo más grande y recordarlo.
Y su memoria ciega a buscar lánzase;
se agita sobre aguas, montes, pueblos
y arroja su red como una araña.
Suenan adargas, dichas, fuegos; lucha
angustiado en la sima del olvido,
y de pronto subió del negro abismo
solo por la sedienta bajamar
un recuerdo sonoro que llenaba
la soledad de-voz-amarga del espíritu.
Cual lento río en un fulgor rosado,
el lucero reíase danzante,
y débil, pálido, y con negro velo
lenta en su patio una pequeña madre,
doblando su espigado joven porte,
mecía al niño en vacía cuna.
Y en la verdura nueva se vertía
como llovizna cálida de abril,
con su tierno rumor, el miroloï:
“Allí do vas, mi pequeña señora, 
la prima prima noche en las tinieblas
¡cómo la pasarás?
En la terrible soledad del miedo,
el son amargo cae a sus entrañas;
lejos se oyó del leñador el hacha
los cipreses cortar para la pira.
Relinchó la milicia, y en los campos
rompen en llanto los corceles cual humanos.
Y con su espíritu el señor
con rico cortejo de la tierra vase –
dos higos en la mano como miel
y fragancia lejana de una albahaca
y un canto amargo, muy amargo canto.
Cual si fuera un poeta, la tragedia
su flor más elevada le arrojó
azulada, vacía, ¡dicha a él!,
y desde la tierra el insecto rosado
dándole bienvenida apareció.

***
Nikos Kazantzakis (Heraclión, 1883-Friburgo de Brisgovia, 1957)
Versión de Miguel Castillo Didier

No hay comentarios.:

Publicar un comentario