Los pájaros errantes
*
Era en las cenicientas postrimerías del otoño, en los solitarios archipiélagos del sur.
Yo estaba con los silenciosos pescadores que en el breve crepúsculo, elevan las velas remendadas y trasparentes.
Trabajábamos callados, porque la tarde entraba en nosotros y en el agua entumecida.
Nubes de púrpura pasaban, como grandes peces, bajo la quilla de nuestro barco.
Nubes de púrpura volaban por encima de nuestras cabezas.
Y las velas turgentes de la balandra eran como las alas de un ave grande y tranquila que cruzara, sin ruido, el rojo crepúsculo.
Yo estaba con los taciturnos pescadores que vagan en la noche y velan el sueño de los mares.
En el lejano horizonte del sur, lila y brumoso, alguien distinguió una banda de pájaros.
Nosotros íbamos hacia ellos y ellos venían hacia nosotros.
Cuando comenzaron a cruzar sobre nuestros mástiles, oímos sus voces y vimos sus ojos brillantes que de paso, nos echaban una breve mirada.
Rítmicamente volaban y volaban unos tras los otros, huyendo del invierno, hacia los mares y las tierras del norte.
La peregrinación interminable, lanzando sus breves y rudos cantos, cruzaba, en un arco sonoro, de uno a otro horizonte.
Insensiblemente, la noche que llegaba iba haciendo una sola cosa del mar y del cielo, de la balandra y de nosotros mismos.
Perdidos en la sombra, escuchábamos el canto de los invisibles pájaros errantes.
Ninguno de ellos veía ya a su compañero, ninguno de ellos distinguía cosa alguna en el aire negro y sin fondo.
Hojas a merced del viento, la noche los dispersaría.
Mas no; la noche, que hace de todas las cosas una informe oscuridad, nada podía sobre ellos.
Los pájaros incansables volaban cantando, y si el vuelo los llevaba lejos, el canto los mantenía unidos.
Durante toda la fría y larga noche del otoño pasó la banda inagotable de las aves del mar.
En tanto, en la balandra, como pájaros extraviados, los corazones de los pescadores aleteaban de inquietud y de deseo.
Inconsciente, tembloroso, llevado por la fiebre y seguro de mi deber para con mis taciturnos compañeros, de pie sobre la borda, uní mi voz al coro, de los pájaros errantes.
~
Poder del amor
*
No sé si pienso en algo o bien en nada.
En puntillas se van las horas calladas.
Duerme mi voluntad y duerme mi conciencia
Y libran mis manos de toda extraña influencia.
Y mis manos se mueven como seres vivos,
seres que parecen ajenos a mí mismo.
Yo las miro hacer y luego no las veo
que de nada me sirven los ojos que llevo.
* * *
Heme vuelto en mí. Ante la vista tengo
diseño de la amada por mis manos hecho.
¡Oh, poder del amor, aún cuando no pienso
vive entre mis manos su recuerdo!
Pedro Prado (Santiago de Chile, 1886-Viña del Mar, 1952)
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