Puertas del Averno
*
Qué arrogancia la mía. Viví durante años
en el barrio de Swedenborg en Estocolmo.
En cierto modo yo era un ermitaño con cejas hirsutas
con el afán de asceta de corazón maltrecho.
Qué podían dejar de lado aquellas ánimas en pena
sino la ceniza bramando en el esternón
de un moribundo.
Sin embargo había demonios entre nosotros que hacían
palpitar la tierra para incriminar a los
ingenuos.
Quizás alguien nos espiara en la penumbra
desde las puertas del averno.
Lo mejor hubiera sido fingir que no estábamos lúcidos
cuando la función estaba a punto de comenzar
y el suicida divisara a la muerte en el espejo que le regalé
un día jueves.
~
Ceremonia próxima
*
Me someto cada día a la barbaridad de las cosas
con el frenesí de las alturas que alcanza la pluma
y declamo en el humo
que me llamo individuo por muchas equivocaciones,
invierno que confunde la hierba
con sus tarsos,
cuando las puertas,
más tarde que la espiga,
me devuelven inmutable al surco.
No tengo intereses pasajeros,
más allá de la relevancia de los insectos
y sus tempranas transparencias,
tan sólo botánico
de anaqueles profundos como territorios de arena,
picapedrero
en el interior foniátrico de los moluscos
que abandonaron sus utensilios para siempre
y me he quedado encerrado en las distancias
pequeño,
mal vestido y próximo.
~
Hoy me declaro rey de Snaeland
*
Hoy me declaro rey de Snaeland,
en la espesa bruma que ciega la bondad de los ojos
ante las piedras quietas que fueron arrancadas de su sitio
para ocultar la huella de los que se fueron de la tierra.
El trueno sonó repetidamente en la oquedad del silencio
rompió la humildad visible de todos los cristales
y los años se hicieron inciertos para aplacar la terquedad de la memoria.
Muchos callan sus bocas o dan vuelta la espalda
desean recurrir a la lógica del recuerdo que se pierde,
a la solemnidad del buitre cuando alcanza las alturas,
pero que aún así, se nutre de horror en su rapacidad de ave.
Las playas siguen siendo arenales,
donde se esconde la vergüenza de los cuerpos sin rostro.
El oso avista una vez más, bestialmente a su presa entre las rocas,
sin embargo, su zarpazo no tendrá la misma fuerza que antes.
Mi casa está todavía, me dicen, en la vecindad humilde de las bajas lumbres,
donde se refleja el vértigo de la totalidad del universo,
en la intransparente oscuridad de los rincones.
Equivocado así pues, en la duda, seguiré siendo el extraño,
el ingenuo, el absurdo, el pendenciero.
Vuelvo entonces de un país con un nombre
que se queda asido con la prontitud de los labios,
siendo un desconocido paria.
Cuento historias, me escuchan los viejos,
otros relatan con magnitud, la relación de sus propias epopeyas,
y nos cansamos de escucharnos
hasta que explota, llena de luz, el alba en mi cerebro.
Alguien dice que los vientos aún arrastran la muerte
que el inclemente ya no pertenece a este antiguo vecindario.
Aun así, hoy me declaro rey de Snaeland,
del suelo que se mantiene verde todavía, a pesar de la tristeza,
cuando mis padres dejaron los ruegos y me hablaron con furia
para conocer de donde proviene tanto dolor inconsolado.
Fueron otros los que esquivaron la mirada a la intensidad del fuego
y mis pasos torcieron súbitamente su rumbo, fiordo arriba,
con mis hijos, con Ture y sus hermanos
donde la soledad se esconde silenciosa detrás las estrellas.
Hoy me declaro rey de Snaeland.
Un relámpago invernal intenta arrebatarme la certeza de mi lengua.
Se desvirtúan los años en la raritud de otro suelo
y pienso que mis huesos se profanan,
se herrumbran en la perpetuidad del esqueleto
si la verdad no alcanza la utilidad de la modestia.
Entonces no hay más oficio que mirar la tierra desde abajo
para evitar la desesperación que trae la memoria en sus pendones.
Hoy me declaro convencido rey de Snaeland.
El mito no ha de quedar inconcluso en la apatía de este tiempo,
sin dejar huella evidente de la anterioridad de mis pasos,
porque sé que algún fantasma perseguirá eternamente mis sueños.
Lloro quizás, al recordar las viejas desventuras,
y tropiezo, con minuciosa calma
cuando los trastos de mi nueva casa se interpongan obstinados
en la lentitud de mis torpes pasos:
la oscuridad crece, silenciosa y desordenadamente en mis contornos,
aun así, exijo la dignidad que el vencedor debe al derrotado.
No hay ceremonia, ni invitados.
No hay pajes, ni sirvientes:
solo la dignidad del que regresa
hoy, cuando me declaro, finalmente, rey de Snaeland.
Sergio Badilla Castillo (Valparaíso, 1947)
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