No me voy de esta ciudad con la resignación de los visitantes en tránsito
Me dejo atar, fascinado por ella
a los recuerdos del presente:
cosas que no tuvieron, por definición, un futuro
pero que, ciertamente, llegaron a envejecer, pues las dejo a sabiendas
de que son, tal vez, las últimas elaboraciones del deseo,
los caprichos lábiles que preanuncian la vejez.
En una barraca, cerca de Nueva York, el martillero liquidó el saldo de su negocio
—un stock de fotografías antiguas—
ofreciéndolas a gritos en medio de la risotada de todos:
“Antepasados instantáneos”, por unos centavos
Esos antepasados eran los míos, pues aunque los adquirí a vil precio
no tardaron, sin duda, en obligarme a la emoción
ante el puente de Brooklyn
como si Manhattan, que se enorgullece de volatilizar el pasado
conservándolo en el modo de la instigación a desafiarlo
fuera mi ciudad natal y yo el hijo de esos antiguos vecinos de los que la voz gutural
hace irrisión, y el martillo.
No me voy de esta ciudad sin haber amado aquí
a la mujer que conocí y no conocí ni haber agotado la vida conyugal
reflotando en el negocio de plantas o antigüedades.
La isla dispone de fantasmas artificiales
con que llenar los huecos de la contra-historia
Ellos ocupan en la memoria, con la naturalidad que ésta se permite en relación a la nada
el lugar de los verdaderos ausentes: caras que vi en las bouffoneries del Soho
directement angeliques: esas muchachas caídas de la luna a la nieve
vestidas de pierrot y sus acompañantes andróginos
fueron y no fueron mis amigos de juventud
Se congelan lágrimas que son de frío
pero que memorizan, asimismo, a John Lennon
Reconozco la nieve de antaño, que cae
sobre Blecker Street en este día acrónico
mientras se hace de noche a la velocidad simultánea del vuelo de un murciélago
y pasan películas de mi tiempo en mi barrio.
Como si me retuviera algún negocio en la ciudad
veo a Cary Grant e Irene Dunne
que acaban de morir en una vieja comedia
víctimas del capricho de uno de los primeros automóviles deportivos
(la máquina del glamour)
Sigo sus apariciones y desapariciones
—una cita de Meliès en la magia blanca y sonora de Hollywood—
la sorpresa de esta pareja en otro tiempo ideal
cuando el paisaje se espejea en ellos —los transparentes— por gracia del celuloide.
Como mis propios fantasmas, esos figurines inverosímiles
evocan, de manera en sí misma realista, alguna época acrónica de lo imaginario
Son los antepasados instantáneos de los deseos que provocan
en la inocencia total de sus reencarnaciones o desplazamientos
desde su absoluta lejanía en blanco y negro
El beso final no ocurre en la pantalla
sino entre la pantalla y la media luz de la sala
un corte insubsanable en que se juntan y se besan el presente y el pasado: labios incompatibles
que ninguna comedia puede reunir.
Lo que me ata a la ciudad es todavía más irreal que ese beso
blanco, que connota glamour, escrito en la luz centelleante
(el placer del ojo en el paraíso de la visión artificial)
haciendo el reconocimiento de cómo es lo que no es
hic et nunc, en el Blecker Cinema
Esta ciudad no existe para mí y yo no existo para ella
allí, en ese punto en que los tiempos convergen
bajo la especie de la Duración
Existe para mí, en cambio, en la medida en que logro destemporizarla
desalojarla, por unos contrasegundos, de la convención que marca el reloj
con sus pasitos de gato en la rutina del living
Trabajo que Hércules no se soñaba
en franca competencia con la Meditación Trascendental
Si yo lo consiguiera, sentiría apoyarse desaprensivamente en mi brazo
(el de Cary Grant) la mano enguantada
pronta a desaparecer, de una muerta: Irene Dunne
—Frisson Nouveau— y entre la pantalla y la media luz de la sala
(borrado ya del tiempo el día de mi partida:
dos de enero de mil novecientos ochenta y uno)
Se tocarían (no) como para cualesquiera de los espectadores
—gatos descongelados en el invierno de Nueva York—
pasado, presente y futuro
en una unidad de medida que reúna esos tiempos incompatibles
para ellos y para mí, pero no para ellos: los veros vecinos de Washington Square.
A diferencia mía ellos permanecerán, de hecho, en la ciudad, con el aval de sus antepasados
a quienes, a lo mejor, pusieron en subasta
por unos centavos
y que yo mismo adquirí en una barraca.
De una memoria de la que mi memoria se hace cargo
en la borrada fecha del dos de enero, mi cuerpo tomará el avión
para hacer, en los meros hechos, de algunas calles cuyos nombres ya no recuerdo
y de ciertos rincones que nadie volverá a ver
recuerdos sin objeto ni sujeto
Eso en lo que concierne a mi cuerpo, mientras el invisible ciudadano de esos rincones y esas calles
tan innotorio como lo son, al fin y al cabo, entre sí
diez millones de habitantes
seguirá aquí, delegado por la memoria
que llega a la aberración y toma entonces
no sólo la forma de mi sombra:
mi existencia hecha de algo que se le parezca
Ese doble abrirá en mí un hueco que yo mismo no podría llenar
con las anotaciones de mi diario de viajes
No me proporcionará los estímulos a los que necesite responder
cuando me pregunten en mi pueblo por la Megalópolis
Vivirá en mí de ella, simplemente, como el huésped del mesonero
coadyuvando a que mi vida sea
una versión del discours sur le peu de realité
Porque la realidad estará allí donde ese parásito del ser se pasee gozando de su inanidad
en tanto miseria sonora de estos versos y más allá del lenguaje
y de la vida que me sustraiga mañana cuando como un cuerpo sin la mitad de su alma
despojado del terror que fascina, habite
en cualesquiera de esas medio-ciudades, defectuosas copias de Manhattan
y, por lo tanto, ruinas —nuestros nidos—
antes, después y durante su construcción
algunos de mis puntos de destino
cuando me vaya y no me vaya de aquí.
Enrique Lihn (Santiago de Chile, 1929-1988)
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