Las casas mueren cuando se vuelven árboles,
cuando una mancha vegetal las recubre
y convierte en jardines verticales.
De sus ventanas brotan raíces
que rozan el filo de las nubes.
La casa muere con el verano en la garganta.
Hubo luz, un tiempo, en esa casa.
Hubo vidrios limpios que acogían una
mano temerosa de que el viento los quebrara.
Hubo niños oliendo a pinos y olivares
y una puerta grande donde entraba
todo el pasado y su memoria.
Los muertos regresan a la casa
Hablan una lengua incomprensible y
levantan el polvo acumulado de los años.
Puede que aquí el tiempo se detenga
y sólo exista el instante en que la casa
se torna un paisaje fugitivo.
Todo se mueve en su cuerpo de piedra,
hasta la hoja más pequeña que se asoma
a la intemperie y se abandona.
No hay de dónde sostenerse
para seguir de pie ante la casa;
para no caer delante de sus ruinas
y volverse una planta más que la recorre.
No se puede mirar tanto pasado
sin perderse en el hueco vertical
de sus paredes.
No se puede mirar en ese quiebre
sin pensar que alguien fue feliz en esta casa
alguien aferrado al canto de los grillos.
~
El amanecer llega a la casa lentamente.
Nada quiebra el silencio que queda de la noche.
Sólo se oye respirar a los insectos.
El padre y la madre desayunan.
El padre muerde el pan duro,
lo moja en agua y aceite
come la harina espesa de la guerra.
La madre, en cambio,
prefiere la avena y la manzana,
hechas arena al tacto de su lengua.
Ambos comen la corteza
del tiempo que se acaba.
Ese ser dos en la vejez,
aferrados a un ritual
que les devuelve los primeros
paisajes de sus vidas.
Ese ser hijos de los mismo,
del mismo pan duro que mastican,
sin que la magia ceda
al diente que la muerde.
Gina Saraceni (Caracas, 1966)
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