La ruta ondulante hace que la remota marea
suba y baje. Después de las casas de los comerciantes
las chozas de pesca y los lugares que venden carnada;
tras la sombra de los árboles las desnudas extensiones de arena.
Abundan los róbalos. Aunque a los más pequeños
los vuelven a arrojar – tal la ley –la mayoría muere,
flotan un poco, y en sus escamas se refleja el sol.
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Bloques de granito en barrancas de arena.
Los pequeños faros semejan pabellones o glorietas
para pintores de dameros. Las gaviotas parecen
perezosas, aunque impecablemente equipadas.
La fina maquinaria de las naturalezas instintivas
está bien adaptada al medioambiente,
conecta las llegadas a la torre termal.
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Enfrento a Séneca, podría haber cantado
como Jonás a tu antojo. Por eso me alegré cuando
la pesada línea que arrojaste se cortó de la caña
con carnada y todo, y aleteando desapareció,
el timing perfecto, perfecta tu resignación
cargada de fracaso, la mirada muda y expresiva:
ninguna chance de practicar la custodia de los ojos.
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Entonces, medio encandilado, les dije ¿cuál
de ustedes es el ángel? ¿Y que ángel?
No creía que existiesen los ángeles. La luz
del mar fue visionaria, como lo es a veces
para la gente susceptible. Vivos o muertos
moramos en el refugio y matadero del mundo.
Que lástima la línea. Podría haber llorado.
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Geoffrey Hill (Bromsgrove, 1932-Cambridge, 2016)
Versiones de Jorge Salvetti y Darío Rojo
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