Para Óscar Flores Tapia
I
Acuclillado está el hombre
en largo cordón que aplasta las aceras.
Un crespón de silencio baja a su cuerpo terroso,
al rostro encandecido de sol;
al febril remolino de sus brazos
que la sequía ha arrebujado.
Si alguien partiera su alma,
exhalaría del centro cálido, no un gemido,
sino esa tibia resignación de los cielos de octubre
que mansamente se arquean sobre las llanadas
como un ojo de leche dulce.
De sus labios no sube la blasfemia,
está la quijada firme, el fervor de gigante
[llamarada,
la obstinación del telar invisible de Penélope,
el sosegado pudor…
II
Un río es una criatura viva
por donde Dios hace correr el temblor maravillado
de su esencia.
Aquí es la configuración de nuestros semblantes,
y desde hace años no ha sido
sino un regazo de lumbre oscura.
San Isidro, escucha el latido de los músculos
[tensos,
esos muslos empotrillados que desde el amanecer,
en los atrios, golpean la tierra
con un eco invariable.
Humedece las lenguas jadeantes de himnos
en los sembradíos.
Cierra esa herida,
ese palpitar que ahoga, dales tregua.
Yo me quedaré velando, cavando,
porque hay que llegar
al bermejo raudal de su corazón,
para que el río nos abra el cristal de sus pupilas
y se desparrame, y se venga desagotando
de parcela en parcela.
III
Y cuando el río se abre,
estremeciendo la pulpa oscura de los surcos,
qué ávida jauría se desata
tras los escritorios, exprimiendo,
alumbrándose con el aceite
de las manos del campo.
Trastocando la embriaguez de los corazones
[vírgenes;
acosando con su marea de arenas movedizas
al hombre acuclillado...
Como ves, padecemos una doble sequía.
Puedo seguir hollando hasta que el agua brote,
pero, ¿cómo hendir la cuchilla
para que despierte la conciencia y el amor nos
[ampare?
Enriqueta Ochoa (Torreón, 1928-Ciudad de México, 2008)
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