Nadie me enseñó a nadar
*
Estuve horas enteras en la alberca de un hotel blanco. Tres piscinas. Una de ellas era un simple chapoteadero para niños del que me cansé con rapidez. Otra era una piscina para niños mayores que yo. Recorrí esa alberca sujetada a los bordes. Por pequeños instantes me atrevía a dejar las orillas. ¿Dónde estaban los adultos? Alrededor de esas piscinas se extendía una red de pasillos llenos de sol, puertas de madera. Los números de las habitaciones estaban escritos en relieve dorado. Había jardines diminutos debajo de las escaleras. Los barandales atrapaban a los vacacionistas en esa claridad. Yo lograba sumergirme y salir sin ayuda. No tardé mucho en comenzar a flotar, pero pasaron varios días antes de que me atreviera a nadar al centro. Finalmente fui a la tercera piscina, tenía sed y quería nadar de extremo a extremo. Ante mis ojos de siete años, aquella piscina adquirió dimensiones olímpicas. Ahora, cuando pienso en mi infancia, siempre estoy sentada en la orilla de la alberca, observo el agua y sumerjo los pies.
~
Comencemos por el principio
*
Cuando mis padres fueron juntos a registrarme como un ser vivo y decidieron mi nombre, se amaban, ellos se amaban. Algo debió pasar después, para que mi padre se alejara, para que mi madre se guardara en un interior de telas frías color pastel. Su tienda departamental. Todavía sueño que voy a registrarme, que de alguna manera es obvio que una recién nacida vaya a registrarse. Coloco mis huellas y pido la pluma para escribir. No sé, de alguna manera es natural que una mujer sea un remolino, donde su nombre y su rostro chocan siempre.
***
Ileana Garma (Mérida, 1985)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario