Soy esto
que impertinente
observa, se entromete
y me escolta
Esto que fisga y me sabotea
Esto que desvirtúa lo que digo y lo enrarece
Pura permanencia abúlica
Enorme ojo encadilado por la luz
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Crónica de un desencuentro
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Algunos encuentros, una vez consumados, permanecen difusos e inacabados en la memoria frente a otros que han tenido un final concluyente y revelan una forma dramática, diríase casi clásica. Su desenlace es comprensible en nuestra conciencia. Los primeros adolecen de estructura y, por supuesto, de toda justicia poética. Tienen la cualidad de lo atmosférico. Su trama es inasible, y su singularidad y belleza están envueltas por el misterio de las obras inconclusas como “La piedad” de Tiziano; “El arte de la fuga” de Bach; “El último magnate” de Scott Fitzgerald; “El otro lado del viento” de Orson Welles o “Los primeros rayos del sol naciente” de Jimmy Hendrix; por citar algunos ejemplos conocidos. Pero ellos han sido truncados debido a un elemento externo e inexorable como la enfermedad y la muerte, y no por la voluntad propia del artista. En cambio existen otros que han sido concebidos deliberadamente a partir de lo non finito, expresión italiana acogida por las teorías del arte para señalar algunas creaciones cuyos autores voluntariamente eligen la imperfección, los rasgos indefinidos, imprecisos, o el mismo vacío, frente a los cánones del clasicismo, a saber: la integridad, la simetría y el orden. Aunque algunos gestos manieristas ya responden a l’esthétique de l’inachevé, esta tendencia se afianza con mayor ímpetu durante del romanticismo, pasando después al impresionismo y luego a las vanguardias y al arte contemporáneo.
Regresando a la cuestión inicial, la de los encuentros non finitos o inacabados, ellos nos recuerdan algunos elementos propios de la arquitectura como las escaleras que no conducen a ninguna parte o las ventanas ciegas, que en la literatura hallan su figura en el oxímoron, porque todo encuentro inacabado resulta ser una paradoja y constituye, finalmente, un desencuentro. Si nos remitimos a una de las obras más relevantes del impresionismo, "Impression, soleil levant" de Claude Monet, lo que nos perturba es no saber con certeza si la realidad del cuadro tiene mayor peso en el mismo reflejo del agua o en lo que acontece en la superficie. Y también los brumosos mares de Turner, cargados de una luz que disuelve los contornos, cuya imprecisión los torna enigmáticos y arcanos. O bien, el vacío inmerso en la solidez de una piedra esculpida, el blanco ante la información del universo cromático, o el silencio, como pausa en un mundo saturado de palabras. La ausencia de bordes, lo híbrido de las fronteras, la ingravidez, son, en definitiva, consustanciales al cruce azaroso entre dos individuos, del que solamente quedan rastros de lo vivido en el recuerdo, duplicándose en una suerte de fragmentos dispersos, episodios incongruentes, bocetos fallidos, incapaces de construir un tema, una historia.
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El ir y venir de las olas me produce un efecto contrario al de la densa espesura del bosque o de la selva. Con el mar sostengo una íntima relación. Reconozco cuánto hay de inexplicable en su vasta extensión, como si fuera la irónica respuesta a nuestras ingenuas interrogantes. Sus peligros quedan mermados cuando en un acto de humanidad y de buena fe, sin vencedores ni vencidos, acoge por igual a náufragos y a suicidas para engullirlos en la profundidad de su maternal vientre.
Christiane Dimitriades (El Cairo, 1953)
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