I
Siempre vive, pervive, sobrevive y asciende,
como un astro y sus luces, el deseo a los cielos,
sin confundirse nunca con el cuerpo logrado,
sin renunciar jamás al clamor de la sangre,
a las yemas feroces donde mana
una mano las nieves sin estrépito,
boca que sigue el trazo de las aves
más allá de la noche y su sospecha.
Abierta noche insomne cuyos dientes
tiñen la sangre de un rumor perplejo,
tacto de mineral, cristal y lágrima
que el mar bebiera y en la luz se cumple
abrasadoramente, ardidamente
por donde el tiempo yergue sus promesas.
Siempre en silencio perseguido y dúctil,
resbalando por montes de corales tranquilos,
superviviente frágil que sobrenada el canto
último en que los barcos naufragaron sin día,
recubierto de arenas marchitas y de pétalos
para perder los labios donde la luna insiste,
resiste. Donde el hierro, carmín rozado, frente
de otro pesar sin nubes se desliza convulso
como serpiente muda que las sombras escruta
abrasadoramente,
nunca saciada, nunca
consumada en el tacto,
musgos frescos, saladas
márgenes, sonorosas
pulpas hendidas, siempre
perseguidora inmune
al sudor del estío,
al frescor de unos ojos
palpitantes de lábiles
corpúsculos de aurora,
nunca dormida, nunca
cubierta por las alas mullidas
del olvido.
II
La sangre, hierro convexo, pegajosa brasa
sin renuncias, mana y no cubre, fluye
y reclama vasos, céspedes hondos, cuellos
por donde el aire resuena
con cansancios de oboe
henchido con el cuerpo que le negó la aurora,
buscando el lecho estéril y la sombra baldía,
fingiendo la planicie,
la suave piel sin fechas,
forma de fruto y pecho
desnudo de latidos,
y el pedernal lo gime.
¡Oh cosechas vencidas, oh simientes
siempre más generosas que los ojos,
más ofrecidas a las chispas súbitas
que la lengua convulsa de mentiras,
volved, volved al suelo, y la amapola
cante en las primaveras de otros sueños,
otro rumor de latidos acordes,
un desvanecimiento de los labios ardidos,
mordidos, mientras gime
la serpiente en la pulpa
borrascosa, sumida
en su propio deseo,
abrasadoramente,
nunca saciada, nunca
consumada en el tacto,
perseguidora inmune
al sudor del estío,
mientras la sangre consta,
mientras vuelve, revuélvese, se disuelve y desciende
como liquen sin luces el sopor a los cuerpos,
manteniéndolos siempre sobre el duro equilibrio
de una luz prometida que nunca, nunca alcanzan,
y una sombra perenne que los ata y los ciega!
III
No es el azul ni distante-ni irónico,
ni en las puertas perplejas que entreabren
una posible llama donde el jazmín crepite
cuelgan los ramos tristes,
las pupilas, la fría
mueca por la que pierden su sollozo
quienes nunca lograron confundirse en la noche,
quienes nunca lograron que la niebla
tiñera los jardines del deseo
con otra luz que su rencor no hubiere,
mientras en las orillas, por la nube
primera, como frutos destronados
por la estrella rival y melancólica,
surten los barcos de enramadas velas,
la proa hacia los reinos de la llama,
inocente e inmune
al cierzo muerto, al austro
perseguidor de yeguas y leones,
de corzos con la lengua estremecida
por las hierbas recientes de rocío
junto a la nieve y el azul que ríen.
Porque se supo siempre
que nos habita el hálito
de un alma nunca nuestra,
víctimas de los límites
que las sombras imponen
al cuerpo y al deseo.
Porque siempre nos queda
una duda en racimos
de sed, una serpiente
de lava que si aflora
castigamos con dura
resolución de niebla,
siempre fingidos, nunca
con resplandor de carne
abrasadoramente
entregada a los vientos
que la muevan, fecunden
de pájaros y abejas,
la miel, el vuelo, el canto
por el azul extenso,
y nos llama la sombra,
no la llama, no el río
con su rumor frondoso,
su luz y su clemencia,
y el vano giro y la inventada roca
que rueda y vuelve a su lugar nativo
no los miramos como ser podrían,
concreciones de piel, sed y silencio
que como pulpa blanda entre los rígidos
y amenazantes dedos de la noche
promete siempre abrasadoramente
la nueva floración, la sangre virgen
negada por los ángeles
hipócritas que cubren
su torso con las capas
del rencor y la envidia,
nunca para dar paz, nunca para que el gozo
de la piel amanezca sobre aquellas mejillas
donde una vez pusimos la mirada y los labios,
tan ardorosamente, tan gozosos, tan ebrios
de un primer resplandor, de un desplegado
astro en sus luces sobre el mar dormido.
IV
¿De qué pútridas huellas
se yergue este perplejo
sinsabor de unos muros
para la luz cansancio,
para la sed derrota,
calumnia del rocío?
Desplegaba la tarde sus desdenes
en el ocre frenético, en el cisma
de un sol de labios húmedos,
de un hondo respirar que el sueño oprime,
y el invicto deseo
golpeaba los vidrios
de aquella luna, cima
de la desolación,
hierro concreto y linde
donde el pájaro abate
todo el candor de sus plumas hendidas,
el despliegue inconstante de la rica, la grácil
persecución de un pecho
donde anidan espejos,
simulacros de un vino
que hace vivir las algas,
las espumas rocosas
donde el beso se extingue
casi con claridad de esperanza o de culmen.
Pero el muro no basta
para torcer el curso
de las alas, los labios, las yemas, los cansancios
que fustiga la sangre y recorre el silencio
como una desplegada resplandeciente copa.
Beber y hundir los ojos, con las sienes
golpeadas por núbiles enloquecidos potros,
puentes hacia el extremo poniente sin rencores,
allí donde nos consta,
donde canta el deseo.
V
El deseo es un agua
retenida en los ojos,
resbalada en los labios
que en la sombra sugieren
lentas lunas amargas,
fulguración y súplica y suplicio,
dura omisión de resplandor silvestre,
terrestre, con escamas como días,
como fechas impuestas a los súbitos
relámpagos insomnes, a la carne
que sabe cierto el límite y el trémulo
deshacerse en la luz que así la nutre,
incorporarse a un borde sin semillas.
El deseo es un agua que persigue
álamos blancos, valles y riberas,
un horizonte despejado y quieto,
alma región luciente donde fluye
una canción con labios que la dicen,
nutritiva plegaria, cuerpo solo
en que arder y vivir fueran la dicha,
el gozo, el vuelo, el silbo, el aire, el sol.
Antonio Carvajal (Albolote, 1943)
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