La buena vida
*
Los árboles florecen, y las hojas perladas de niebla
sobre nosotros se abanican en la copa de vino de los
olmos,
mujer, hijos y casa: la médula y el inútil adorno de la vida;
servicial, la descomposición se quema...
y no por las medallas lamer culos en el prado del pavorreal,
arrojando alpiste al sangriento gallo de pelea,
o vomitando púrpura en la arena de esclavos—
en la Roma de Tito, tediosa, martirizada y ansiosa
de complacer.
Al águila la ciñen nuevas legiones y creencias viejas.
Quizás el hombre libre le sorprende el acoso imperial
(rara vez agradable, un azote de cálculos biliares)
que continúa arrastrando a quien de otro modo
olvidaríamos,
al perro dormido, al héroe alquilado para el terror,
perlas para el collar, argollas en la cadena resonante.
~
La muerte de un crítico
*
Aburridos, desagradables y agónicos,
los ancianos
el blanco de mi escarnio resultaron,
hasta que el tiempo, el recuperador, me hizo como ellos.
Antes, en Nueva York, decíamos
“Si la vida pudiese escribir,
hubiese escrito como nosotros”.
Ahora el fluido vital huye
del encendedor desechable,
y palidece su brillo
cilíndrico, translúcido, carmesí—
Oh reina de las ciudades, estrella matutina.
Arde dentro de mí la edad
El camino se aclara cada año
y cada año lo cubre la maleza;
la naturaleza es nuestra colaboradora
y nosotros, después, ya no ayudamos
II
El cuadro verde-océano de la televisión
amado y anhelado como ningún rostro humano...
Desde mi cuarto aislado,
hablo conmigo mismo y me aprovecho.
Convalezco. No disfruto
la polémica con mis viejos alumnos,
y coloco un tablero sobre los brazos de mi silla
para escribir cartas
que incineran temiéndole a mis gérmenes.
Los discípulos descienden como golondrinas del Brasil
o reseñas de libros desde Londres.
¡Ah! en las noches de insomnio, cuando mi tragedia
deleita a las aves ociosas, pregunto
por sus inesperados rostros familiares
que hoy no identifico.
Los estudiantes cuyo entusiasmo
abrió espacio en el aire
se han graduado para dejar de ser.
No tendrá caso
convocarlos de nuevo a la existencia,
tendrían la alocada sinceridad de los fantasmas...
sin referencias o regalías,
sin empleo.
Ahora, casi completamente congelado,
miro la rosa florecer en mi calentador.
Y en los instantes cálidos, contemplo
la belleza que volvió tropical
el verano en Long Island.
De los noventas a Nixon,
la misma joven, los mismos senos
deliberadamente tersos todavía.
En mi pantalla
su patrón intolerable
me la ofrece cada noche
como si dispusiese de su hija.
¿Me volverá su pánico infalible?
¿Era mi integridad mi única
comprensión de todo lo que odiaba?
¿Asesinó el músico Gesualdo
a su mujer para heredar
su voz de ruiseñor?
Mi crítica sobrevive a sus víctimas,
enterradas en las pequeñas revistas literarias
que nos promueven periódicamente,
al barracuda y a su presa.
Mis notas primerizas,
alguna vez el equivalente verbal del asesinato,
son ahora una breve hilera compacta,
casi tan vieja como yo.
Cetrinas, se derrumban
sus tiesas páginas,
vuelan como hojas secas
hacia el árbol que las alimentó.
Detrás de las fachadas celulares de Nueva York
ataviadas de indiferencia vítrea
me disminuyo... ya no más explosivo.
Demando una muerte natural
sin morder el polvo,
sin esparcir la sangre...
No le temo a la muerte...
sino al dolor incierto, ilimitado.
Robert Lowell (Boston, 1917-Nueva York, 1977)
Versiones de Carlos Monsiváis
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