En el café se encuentran
después de medianoche
tres o cuatro sonámbulos.
Revuelven sus pocillos en silencio,
fumando sin mirarse, noche
–abajo.
No se ponen los lentes.
No suelen leer los diarios.
Están lejos de todo
cada cual con su angustia
y su ironía,
sus solapas gastadas
–los pobres– ya ni hablan
de Sartre y el vacío,
la dodecafonía
no llega a conmoverlos
como antes. Sólo tienen
un expediente en trámite en la Caja.
Como usted y como yo
esperan jubilarse
con un poco de suerte
el mejor día
y encontrarse –con qué?
Con el humo de un viejo cigarrillo
aquí en este café
donde estamos tan solos
–dan ganas de reírse–
solos frente a un vaso de agua turbia
y un pocillo vacío,
deseando que se acabe otra semana
para empezar de nuevo:
lunes, martes y miércoles,
la vieja calesita
cada vez más despacio
y el eco de una insomne tarantela
cada vez más distante,
jueves, viernes y sábado,
la musiquita ronca
del domingo con bombos y platillos
y globos y tranvías amarillos,
el nudo de una pena infantil
que ya no vuelve.
(Ya no se sueña con la vieja calesita
de banderines rojos,
caballos y jirafas.)
Cada vez más distante
y próxima, la tonta cantilena
que gira en el vacío de sus cráneos
y por eso se callan los viejos parroquianos
que se encuentran a veces después de medianoche
y fuman en silencio sin mirarse
Mercedes Rein (Montevideo, 1930-2006)
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